Stalkéame, baby

Quédate

Ava

Ya no sé cuándo empezó a volverse rutina.

Primero fue el reflejo en el cristal cuando me cepillaba los dientes, una silueta quieta que desaparecía al parpadear. Luego, los sonidos. Un golpecito suave en la ventana, el crujido del suelo junto a mi cama, la sensación de que alguien se inclina sobre mí mientras duermo.

Después fueron notas por todas partes.

Una bajo mi almohada que decía: Te ves hermosa cuando duermes de lado.

Otra en la ducha: Deja el agua correr más tiempo, me gusta escucharte cantar.

En la puerta de mi refrigerador, escrita con marcador rojo como advertencia: No cenes sola.

¿Con quien más lo haría? Estuve a punto de dejarle una nota respondiendole.

The.mask conoce mis horarios mejor que yo misma. Una noche, mientras revisaba el celular, encontré una historia publicada en su perfil. El video mostraba mi ventana desde afuera, el resplandor de la televisión encendida, mi silueta cruzando la habitación con una toalla. No había etiquetas, ni comentarios. Pero ya todos sus seguidores saben que soy yo. Desde el día de la transmisión En Vivo aumentaron mis seguidores significativamente.

Camino de regreso a casa, después de un turno aburrido, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. El viento sopla más frío ahora, y las calles ya no tienen el brillo ni las decoraciones de Halloween.

Me ajusto el bolso al hombro para poder buscar las llaves, y mientras las saco, tengo la sensación de que alguien está dentro de la casa. La puerta está cerrada, pero la cerradura ofrece menos resistencia, como si alguien ya la hubiese abierto antes. Camino despacio, con el corazón golpeando en las costillas.

Todo está en orden, o casi todo. Allí, justo donde suelo dejar las llaves, hay un cuaderno negro. Es de tapa dura y no tiene nombre ni marca. La primera página tiene una sola palabra escrita con su letra cursiva. AVA. Lo empiezo a hojear y las páginas están llenas de fechas, horarios e incluso dibujos raros. Tiene cada movimiento mío detallado con precisión.

6:47 a.m. – Se levanta. No mira el teléfono.

7:03 – Canta la misma canción. Desafina horrible.

21:15 – Cierra las cortinas. Pero no todas.

El papel del cuaderno huele a su perfume que quedó impregnado en mi mente desde ese día. Sigo mirando y, al final, en una de las páginas, doblada, encuentro una fotografía. Estoy dormida, con el cabello revuelto y la sábana hasta la cintura.

A veces despierto con marcas en los brazos, dedos dibujados sobre la piel.

Me repito que estoy imaginando cosas, que todo lo que pasó fue una pesadilla amplificada por mis turnos interminables en la cafetería y las noches solitarias en mi apartamento. Pero luego miro mi reflejo en el espejo y sé que no estoy loca. Él ha estado aquí. Y ahora al ver esa foto más rápido lo confirmo.

La duda que me queda ahora es si olvidó el cuaderno por salir de prisa o lo dejó a propósito para ver mi reacción. No sé qué me asusta más, si su capacidad para entrar sin ser visto o mi propia calma al descubrirlo.

Hay noches en que me descubro esperando su presencia. Y hoy es una de ellas.

Me acuesto temprano, apago las luces y cierro los ojos, fingiendo dormir. Ya sé la hora exacta en la que entra y no me equivoco cuando no pasa mucho tiempo antes de que lo sienta. Un roce calienta mi piel. Es un toque leve, apenas un suspiro sobre mi mejilla, pero me estremece. Quisiera que dejara su mano ahí para siempre. Su aliento roza mi cuello, pero no se atreve a más. Quizás disfruta prolongar el miedo. Y yo anhelo con locura que lo haga, que me siga tocando.

Escucho el clic de una cámara. Abro los ojos apenas una rendija, lo suficiente para verlo. Está de pie junto a mi cama, con la máscara puesta, sosteniendo el celular. El resplandor azul ilumina la habitación mientras graba en silencio, con la precisión de quien ya ha hecho esto muchas veces. Su respiración es tranquila. La mía, no.

Cada segundo pesa, como si el aire entre los dos se encendiera. Entonces me muevo, despacio y extiendo la mano bajo las sábanas hasta encontrar la suya. Su piel está fría. Mis dedos lo rodean y él no se aparta.

—Quédate —susurro, apenas un hilo de voz, temblando entre la súplica y el reto.

Él no responde, pero su pulso late fuerte bajo mis dedos. No necesito verlo para saber que sonríe debajo de la máscara.

—No sabes lo que estás pidiendo.

—Sí lo sé. —Mis labios apenas se mueven, pero cada palabra me quema—. Quédate. Solo esta vez. Solo por hoy.

—Podría hacerte daño.

—Ya lo haces al entrar a mi casa llenar todo de ti y marcharte —murmuro, alzando la vista hacia su máscara.

Él duda por un segundo, luego la cámara cae al suelo con un golpe sordo y su mano sube a mi rostro, apenas rozando con los nudillos mis labios temblorosos. La distancia entre los dos desaparece, alza la máscara sin quitársela de un todo y sus labios rozan los míos, primero con cautela, luego con hambre. Sus dedos se enredan en mi cabello y yo lo acerco un poco más.

Siento su respiración arder contra mi boca, el roce tembloroso de sus manos en mi cintura, el temblor que me provoca sin apenas tocarme. Me aferro a su cuello y el beso se vuelve profundo. El colchón se hunde bajo su peso y el aire se llena de deseo o peligro. Ya la línea se desdibuja para mí.

—Te lo advertí, Ava, y aun así me pediste que me quedara. —Se separa con la respiración entrecortada y me toma por el cuello.

Sus labios aún están húmedos cuando me mira como si buscara algo en mí, una señal, una súplica, un límite que no pienso ponerle. Porque la verdad es que durante semanas fingí miedo, fingí sorpresa y esperé. Ahora, mientras su sombra se proyecta sobre la mía, no puedo evitar sonreír apenas, muy leve, como si dentro de mí se encendiera algo oscuro, algo que llevo demasiado tiempo dormido.




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