Ava
Despierto, asustada, con la presencia de The.mask a mi lado. Por un segundo creo que todo ha sido un sueño, que no hubo máscaras, ni susurros, ni manos rozándome entre la oscuridad. Pero el calor que irradia su cuerpo y la leve respiración de su pecho me dicen que es real.
No se ha ido.
Está a mi lado y la máscara sigue cubriéndole el rostro. Fue la única condición que puso cuando le pedí que se quedara. Por alguna razón todavía no quiere revelar su identidad.
—¿Dormiste bien? —pregunta, sentándose al borde de la cama para ponerse los zapatos.
—No mucho —me muerdo el labio, conteniendo las ganas de tomarle la mano y traerlo de vuelta—. No estoy acostumbrada a tener compañía.
—Entonces debería irme —dice, sin mirarme, mientras termina de arreglarse la ropa—. Cuando termines el turno, estaré esperándote en casa.
—Puedes quedarte… —mi voz suena más suave de lo que quisiera—. Hoy descanso, y… estaré todo el día aquí.
—No voy a... —empieza a decir, pero lo interrumpo antes de que termine la frase.
—Ya lo sé —susurro, acercándome un poco—. No te quitarás la máscara. —Le tomo la mano con cuidado, con ese miedo extraño a que desaparezca si lo aprieto demasiado—. Solo quiero tu compañía.
Durante unos segundos solo se oye el leve roce de su respiración dentro de la máscara. Puedo notar cómo lucha entre el impulso de irse y el de quedarse, entre la razón y algo más oscuro que nos ata. Finalmente, cede.
—Es raro que estés aquí, así conmigo, y no acechándome como siempre lo haces.
—A mi conejita le gusta que la observen, ¿no? —Se acerca y mi piel se eriza.
Quisiera que se quitara la máscara para poder besarlo, sentir que hay un rostro real debajo de todo eso. Él entiende lo que quiero. Lo sé por la forma en que su respiración cambia, pero no cede. No hace el amague de apartar la máscara, ni siquiera de alzarla un poco hasta sus labios. Finalmente me resigno, tomo aire y me obligo a fingir que no me afecta.
—Voy a hacer café —digo, buscando cualquier excusa para moverme, para no quedarme tan expuesta frente a él.
—Lo tomo…
—Negro. Sin azúcar y muy amargo —interrumpo de forma inconsciente—. Supongo… tienes cara de tomarlo así —añado rápidamente cuando se detiene sin decir nada.
Camino hacia la cocina con el pulso acelerado y él me sigue con la mirada. Busco entre los cajones y rápidamente preparo el café y el agua en la cafetera. El sonido del agua llenando la cafetera es lo único que rompe el silencio.
—No tienes muchas cosas aquí —pasea la vista por mi apartamento. Su voz se mezcla con el burbujeo del café.
—No me gusta acumular —respondo, removiendo la mezcla solo para tener algo que hacer con las manos.
Camina por el lugar como buscando algo y no sé por qué, pero me he puesto nerviosa. Toca las paredes, observa los libros, las plantas, hasta que se detiene frente a un cuadro pequeño, justo sobre el sofá.
—¿Te gustan los gatos? —pregunta, inclinando un poco la cabeza.
Miro el cuadro. Un gato negro, pintado sobre un fondo gris azulado, los ojos del gato son diferentes. Uno es azul y el otro es verde. Y sé por qué ese cuadro en específico ha llamado su atención. Trago saliva antes de responder.
—No mucho.
—¿Entonces por qué tienes esto aquí? —Se gira hacia mí, y aunque la máscara le cubre la expresión, sé que me está mirando. Fijamente.
—No sé. Me pareció bonito, supongo. —Alzo los hombros, fingiendo naturalidad.
—Se parece mucho a un gato que tuve y que llevo tatuado en mi antebrazo. —Responde y mi mano tiembla un poco, lo suficiente para que el café salpique el borde de la taza. No sé si es por el modulador, pero cuando dice frases largas algo dentro de mí se dispara.
—Pues qué casualidad —miento, y el aroma del café caliente se mezcla con la sensación punzante de que voy a ser descubierta pronto.
Sigue mirando alrededor, pero no dice nada más. Solo me observa de vez en cuando y mientras sirvo el café, siento su presencia justo detrás de mí, tan cerca que el calor de su cuerpo se filtra por mi espalda.
—A veces pienso que ya sabías que iba a entrar esa noche —susurra.
—¿Por qué dices eso? —trato de controlar el temblor en mi mano mientras sirvo el café.
—Porque parecías esperarme.
—Tal vez lo hice.
Giro el cuerpo y lo miro con una sonrisa apenas insinuada. Le extiendo una taza de café, y él la toma sin decir nada. Camina hasta el sofá y se deja caer con ese aire tranquilo que parece tenerlo todo bajo control. Voy detrás de él y me acomodo a su lado, lo bastante cerca como para sentir el roce de su brazo contra el mío. Da un sorbo, inclina un poco la cabeza, y aunque la máscara me impide ver su expresión, percibo la duda en su gesto.
Algo no encaja en su mente.
Como si por primera vez se preguntara si el juego que creía suyo, siempre lo fue.
—¿Qué sabes de mí, Ava? —pregunta al fin, su voz rozándome la oreja.
—Solo lo que permites que vea —respondo sin girarme, dejando la taza sobre la mesa—. ¿Así no es el juego? Que tú crees que me observas, pero soy yo quien te deja ver lo que quiero.
—Estás equivocada, Conejita —dice, incorporándose un poco, la confusión filtrándose en su tono.
—¿Es así? ¿Me equivoco, Dylan?
El silencio cae como una losa, incluso puedo escuchar cómo se resquebraja. Me mira, tenso, y la máscara ya no oculta el temblor de su respiración.
—¿Cómo sabes mi nombre? —su voz bajo el modulador suena como un gruñido.
Se inclina para tomarme del brazo con fuerza, pero el movimiento es tan brusco que hace que se tambalee. La taza en la mesa tiembla y derrama un poco de café. Intento soltarme, pero su agarre se endurece. Está respirando rápido, desorientado, como si el aire se le negara.
—Ava… ¿Qué hiciste? —se quita la máscara y su voz ya no suena amenazante, suena asustada. Da un paso atrás llevándose una mano a la cabeza—. Debo irme… —murmura, tropezando con el borde de la alfombra—. Tengo algo que hacer y…