Desde su conclusión, el Experimento de la Prisión de Stanford ha sido objeto de un intenso escrutinio ético y científico. Aunque inicialmente fue considerado una revelación sobre la psicología del poder y la obediencia, con el tiempo surgieron críticas que pusieron en duda su validez y la responsabilidad de Philip Zimbardo como investigador.
Uno de los principales cuestionamientos es la falta de control experimental. A diferencia de estudios como el de Milgram, donde las condiciones estaban claramente definidas, el experimento de Zimbardo carecía de una metodología rigurosa. No había una supervisión estricta ni parámetros claros para medir el impacto de las variables, lo que llevó a una situación caótica y difícil de replicar en otros entornos científicos.
Además, se ha señalado que Zimbardo no actuó como un observador imparcial. En su rol de "superintendente" de la prisión, permitió e incluso alentó ciertas conductas de los guardias, lo que pone en entredicho la neutralidad del estudio. Algunos participantes han declarado que sintieron presión para actuar de manera más extrema, lo que sugiere que el experimento no fue una simple observación de comportamientos espontáneos, sino una situación inducida.
Por otro lado, el impacto psicológico en los participantes también ha sido un punto clave en la discusión ética. Aunque Zimbardo argumentó que podían retirarse en cualquier momento, las evidencias muestran que la manipulación y la inmersión en el rol hacían que los prisioneros se sintieran atrapados. El daño emocional que sufrieron ha sido utilizado como ejemplo en debates sobre la ética en la investigación psicológica.
Este capítulo examina las críticas más relevantes al experimento y el legado que dejó en términos de regulación ética en la ciencia. ¿Fue realmente un experimento científico válido o una dramatización sin control? ¿Qué lecciones ha dejado para la psicología moderna?