En las profundidades, en los lugares donde la luz de los soles arde débil y el alcance de la gravedad falla, no vive nada.
El vacío es dañino para la vida. Fuera, en la oscuridad y el incesante frío absoluto, la ausencia total de todo excepto la dispersión del hidrógeno libre, los rayos cósmicos y el polvo estelar implican que nada puede sobrevivir.
La frágil carne débil de vida orgánica peligra en instantes. La sangre y los fluidos bullen inmediatamente y se congelan al mismo tiempo. Los órganos detonan bajo el abuso de presión. La piel se desintegra, valiosas respiraciones son arrancadas. La oscuridad castiga a cualquier cosa con la temeridad de invadir su reino, y en el vacío infinito de todo, aquellos que mueren se pierden y son olvidados.
Pero aún llegan, en busca de algo. Conocimiento y poder. Propósito y redención. La vida desafía a la oscuridad a encontrar su destino.
Contra el alcance de la interminable noche y el océano de estrellas, la nave tronó, en su viaje sin fin.
Era vasta, para la escala humana de las cosas. Si un observador pudiera haber permanecido en la cubierta dorsal del buque, habrían visto cañones de viejo acero y cúpulas de cristal azul, grandes murallas de hierro negro y almenas izándose altas; y más allá, empequeñeciendolo todo, un zigurat de costados escarpados montado a horcajadas en la línea media de la nave. De cerca, las dimensiones de la construcción solo podrían adivinarse.
Si uno pudiera permanecer en los escalones retirados, lo bastante lejos más allá de la brillante estela de energía que enfundaba al bajel en tránsito, entonces su forma completa se revelaría. De un arco con punta de espada creciendo a una enorme popa como la hoja de un hacha, la nave cortaba la oscuridad. Podría haber sido un arma, lanzada lejos por un desafiante enemigo, o una talla elegante lanzada a la deriva por artesanos y pensadores. Se movía más veloz que el pulso de la misma luz estelar, retorciendo la naturaleza del espacio alrededor de sus largos flancos vistosos. El curso de la nave era recto y estable, establecido por mentes hace tiempo muertas y mantenido por máquinas pensantes que habían guiado al buque a lo largo de incontables años luz.
El beso del vacío falseaba su edad. En algunos lugares, el casco metálico era tan brillante como había sido el día que lo forjaron; pero en el resto el paso de eones era visible en agujereadas torres corroídas y agujas rotas. Y había otras cicatrices sobre ella, cicatrices que podrían haber sido marcas dejadas por la furia de una singularidad, el resplandor de un sol loco, el martilleante golpe de un cometa. O tal vez no; tal vez eran las heridas de dientes y garras de enemigos que habían muerto tratando de tomar la nave por ellos mismos. Los afeamientos de viejas batallas, perdidas en el tiempo y largamente olvidadas.
Aún así, la nave no estaba muy silenciosa. En cada cubierta, poderosos motores tan grandes como montañas daban a conocer su poder con un estable retumbar bajo que llegaba a todas partes, resonando por las viejas placas de suelos de hierro y arqueando muros de denso latón. El navío tenía un pulso de vida mecánica, y sistemas lentos y cuidadosos continuaban con un interminable ciclo de tareas, siguiendo programas que habían sido asentados en una era anterior a que los humanos hubieran caminado erguidos.
Pero era verdaderamente tenue. Pálidas tracerías de oxigeno helado cubrían la inmensidad de los interminables pasillos frígidos de la nave. El frío y durmiente espacio en el interior del casco estaba oscuro y desolado. Como había sido durante tanto tiempo (¿décadas? ¿siglos? ¿milenios?) no había pisadas, ni voces, ni simples sonidos humanos. Si había fantasmas, entonces no se dejaban ver.
Y entonces, sin aviso, en el corazón del vehículo la calma fue desgarrada para siempre.
Había muchos espacios dentro de la nave que se parecían a la cámara, largas salas de costillas de hierro arqueadas que se elevaban de una desgastada cubierta para encontrarse con un oscurecido techo forjado. Vueltas de rieles de cobre guiaban tramos de escaleras que subían del nivel inferior a un anillo superior de balcones que miraban a la tranquila y fría sala. Aquí y allí, consolas esculpidas emergían de placas de la cubierta, caras giradas hacia arriba, cada una captando un resplandor de tenues luces a lo largo de cristalinos paneles inertes.
La cámara no era sorprendente más que por una cosa que la diferenciaba, el gran objeto que no podía fallar en llamar la atención. En un extremo de la sala, alzándose en una parcela de la cubierta, un pesado anillo de metal, gris como hielo marino, denso como estaño fundido, permanecía vigilante. Su circunferencia estaba dividida en nueve secciones, cada una bordeada por una punta de flecha esculpida en acero, en hueso y oro empañado; y a su vez cada sección estaba dividida en cuatro hojas de metal, cada una grabada con una cadena de símbolos que parecían líneas, círculos y puntos.
Llegando de alguna vasta e incalculable distancia, exóticas energías que eran las precursoras de una rasgadura en el tejido del espacio-tiempo acariciaron la inteligencia del dispositivo y de la nave que lo rodeaba. Con un gruñido de energías colapsándose, el tempo de los vastos motores del bajel se ralentizó, y cayó de la velocidad cercana a la de la luz de su viaje normal a un paso más sosegado.
Firmes dispositivos pacientes enterrados en las paredes recobraron la vida con resonantes ráfagas de atmósfera, inundando la cámara con gases respirables, mientras elementos ocultos en el suelo y en los muros vertían nuevo calor en la sala, combatiendo contra el helado vacío que calaba profundamente las cubiertas de la nave estelar. Sirenas de alarma largo tiempo silenciadas cobraron vida.
El gran círculo de acero tembló, despertando. Con un ataque de movimiento súbito, la totalidad del anillo comenzó a rotar sobre su eje, girando, orientándose para el instante en que recibiría una descarga de energía que tenía que llegar de lejos a través del vacío cósmico.
En seguida, el giro se detuvo y cada chevron del círculo destelló con un brillante blanco estelar. Del espacio interno del anillo, el aire muerto se transformó en un brillante frente de onda. Esta se abalanzó hacia la cámara con un estruendo , abriendo un canal en la sustancia misma del universo. El rugido tormentoso resonó por los pasillos del buque, antes de morir en un remolino de luz y color.
El Stargate estaba abierto; y en los segundos siguientes un ser humano llegó a toda prisa a través de él, demasiado alto, demasiado rápido, demasiado duramente.