Stay

Primera parte: Andrew

El Sueño de Una Noche de Verano… relata las historias entrelazadas que sufren y disfrutan por causa de amor y las urgencias de cuatro enamorados. Entre una de las parejas, se habla de dos amantes, Hermia y Lisando, en el que el padre de Hermia la presiona para que se case con Demetrio, pero éste está enamorado de Elena.

     Me sentía como si hubiese estado en ese mismo plano. Aunque podía negarlo. Pero no quería… No iba a permitírmelo una vez más. No cuándo sabes con seguridad, de que para ti tal vez es lo correcto.

     Las palabras dichas por Micaela, la secretaria de mi padre (que también es como mi segunda madre), resonaban en mi mente. No apeteciendo hablar específicamente de la fiesta que él había organizado aquella noche para celebrar el brillante logro de la empresa, que sin duda era de aplaudir, sí. Que esa noche había mantenido los ánimos más caldeados que nunca, sí. Pero, más bien, intuitivamente, era referente a que yo saliera de ahí. O no.

     La decisión era solo mía.

     Moví la corbata de un lado a otro con la suficiente presión para que me llegara la sangre a la cabeza. La otra opción era apretarla más y asfixiarme por completo esta noche.

     Las cosas no estaban yendo bien con mi vida. En la mayor parte había concretado una carrera, me había especializado y tenía un trabajo «por así decirlo», pero más bien, era algo con que cumplir. No quería que nadie me viera, quería volver a mi departamento y quedarme encerrado ahí por el tiempo suficiente que significara «ya estoy listo otra vez para comenzar».

     Esa era la lucha constante conmigo mismo.

     Bajé la guardia ante su inusual mensaje, pero guardé rápidamente mi celular al notar que sus pasos eran bastantes sofisticados, por no decir exigentes.

     Los pasos de mi padre: Andrew Collins.

     Un hombre alto, ancho de hombros y erguido. El típico estadounidense promedio. Lleva el pelo bien peinado y sus finas entrecanas contribuyen a su madurez. A sus sesenta años, ansia ser como un joven acaparador de todo. Dondequiera que fuese, irradia majestuosidad. Viste de traje negro perfectamente entallado y, sin duda, la corbata que lleva al cuello le ha de apretar demasiado.

     La firmeza en su caminar, le hace fiel a su nombre.

     Tiene la estatura, el porte y el estatus que cualquier hombre de su edad desearía.

     —¿Qué haces aquí? Hay alguien que quiere verte esta noche.

     Le miré con calma, directamente a esos afilados ojos azulados. Se había arreglado el bigote y la barba.  

     Con displicencia a su pregunta, simplemente contesté:

     —Vine a tomar un trago.

     Afirmé con calma, tal y cual mi trago hablaba por sí solo en mi mano, aunque no podía creerlo, pero tenía que ser así.

     Continué con un comentario diferente, para ir por una línea diferente:

     —Todo el mundo parece estar pasándoselo bien.

     Eso sonó bastante hipócrita.

     «Excepto yo».

     Mi actitud era obvia, y tal vez eso era lo que le molestaba. Nunca sabía ocultar su disgusto, sobre todo cuando yo estaba presente.

     Me tragué ligeramente las otras palabras que quería decir.

     —¡Ven conmigo!

     No era una sugerencia. Era una orden.

     No le interesaba lo que yo pensara. Y no tenía por qué decírselo.

     Su voz es fuerte, como un torbellino que acaba de levantarse. Si decía que no, podía hacer que todo volara a su paso. Y entre más lo pensaba, no era así después de mis vagos recuerdos que tenía con él de hacía años. Pero por su mirada sabía que no quería algo tan sencillo.

     Y yo no insistirá en ello.

     Tenía muy en claro lo que debía hacer: priorizar el silencio, seguir las normas, saber cómo presentarme, cómo dirigirme, responder y mantener la conversación a su gusto sin caer en lo personal.

     Se acercó.

     Me pasó el brazo por el hombro y me dio un suave apretón, sugiriéndome: «Necesito que te comportes».

     Lo estaba haciendo.

     «¿A caso no lo ves?».

     No parecía ser suficiente para él. No por la forma en cómo se me arrimó, y no por la simple razón en lo que yo estaba haciendo y era evidente: apartarme de todos, y eso lo incluía a él. Por lo cual, no debía dar una mala imagen. No debía hacerlo quedar mal.

     A su conveniencia, me moví sin esfuerzo desde mi acogedora posición en la barra, como una simple pieza de ajedrez, sin poder decidir por mí. En primer lugar, entrecerré los ojos, hice un gesto no muy amable y moví el cuerpo; en segundo lugar, últimamente la tensión entre los dos había crecido más.




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