Esa mañana al entrar por el pasillo, veía un montón de rostros somnolientos y apagados, abrumados por tener que volver al trabajo.
No les juzgué. Yo me sentía igual.
Ese era el ritmo en el área corporativa.
La expresión de Micaela aquella mañana era como un libro abierto. Aunque iba vestida con ropa clásica y cómoda, su rostro estaba impregnado de agotamiento porque hacía poco que había tenido que separarse de su marido y entregarse al mundo como madre soltera.
Pasé a saludarle con un beso y un abrazo, le hice unas cuantas cosquillas, y me devolvió un beso acompañado de sus buenos días. Era nuestro recargo de energías matutino. A veces, antes de entrar a mi oficina me quedaba un rato sentado cerca de su escritorio, para ver lo que hacía y escuchar uno que otro chisme. Pero ese día, opté por quedarme en mi despacho, ocultándome disimuladamente, escuchando y espiando a través de las cristaleras la vida del personal. Parecía que me había convertido en un cotilla, sí, pero a veces necesitaba una distracción y en los pasillos no escaseaban esos dramas.
—Te traje café para que te despiertes. No querrás que Andrew te vea así —dice Erika mientras le guiña un ojo a Micaela.
De complexión delgada, estatura promedio, pelo negro. Viste con elegancia. Siempre elige la ropa adecuada para su cuerpo, que ya por si es bastante sexy —sabe lo que tiene y sabe usarlo muy bien—, para una chica de veintiséis años, como ella.
A penas tenía dos meses desde que entre a la empresa, y me había percatado de que ella todos los días hacia un pequeño espacio en sus tiempos antes de entrar a trabajar para ir a una cafetería cercana y traerle su café favorito a Micaela: cortado¸ con poca leche y que el protagonista sea el sabor amargo, como la cara de mi padre asomando lentamente por el umbral de la puerta, haciendo su gran entrada como el perfecto Zeus, alfa de la manada y, por supuesto, el más irascible de todos.
—Ahí viene. Pon tu mejor cara —terminó de decir Erika rápidamente.
Era sin duda una amistad maravillosa con un toque de picardía. Ese tipo de amistad que es una entre un millón y lo sabes. Sabes que si las pierdes será difícil. No importaba lo grande que sea la diferencia de edad, ambas se habían encontrado.
Mi padre se acercó a su escritorio, echó un vistazo a su móvil y luego a mi ventana.
Sacudí la cabeza apresuradamente. Siempre está al tanto de lo que estoy haciendo.
—Buenos días, señoritas —dijo con una voz gruesa que sabías que sonaba como si fuera a llamar a tu puerta varias veces—. Vuelvan al trabajo.
Era lo mismo para mí.
Sus ojos seguían fijos en mi cristalera.
Asentí.
Erika de espaldas a él intentó imitar su expresión varias veces. No pude evitar reírme. Me tapé la cara con unas cuantas hojas de papel que tenía a mano. Esto era lo divertido y lo disfrutaba. Aunque después tenía que enfrentarme a los corajes de mi padre. Lo que le quita lo divertido.
Se dirigió hacia su despacho. Golpeo el maletín contra la puerta antes de abrirla y, cuando la cerró de golpe, el bang era como un interruptor que hacía que todo el mundo se moviera presa del pánico.
No era casualidad que la empresa ocupara una posición privilegiada en el mercado corporativo y, para él, un empleado que trabaja mal no solo suponía una pérdida económica, sino también un daño a una reputación cuidadosamente construida.
—La eficiencia y la dedicación son valores incuestionables en la filosofía de tu padre.
Micaela entró de repente —lo cual fue como un susto—, se acercó a mí y me apartó los papeles de la cara.
—¿De qué te ríes? —añadió.
—Sabes de qué me río —digo despacio—. Sé que para él es importante mantener su nivel.
«Y tan importante que yo también llegue a él».
—No por nada es Andrew Collins.
Puso una cara seria.
—Creo que tiene muy claro eso.
—Vale, ¿qué más tienes que decir?
—Exige demasiado, siempre está pensando en sí mismo. Parece que mi presencia aquí fuese más un estorbo que otra cosa.
Se me hizo un nudo en la garganta.
Hice un mohín y volví a mirar a Micaela. Sabía que había puesto los ojos de cachorro cuando la vi, y me quedé callado. Ella no dijo mucho. Su tranquilidad maternal era suficiente, sabiendo dónde tocarme cuando me dolía y teniendo que decir lo justo cuando quería.
Las cortinas estaban cerradas en ese momento.
Me puso la mano en la cara y me acarició suavemente.
—Sigue siendo tu padre —dijo.
—Lo sé…
Lo sé, lo sé, lo sé…
Me ardieron los jugos gástricos en ese momento.
—…No sabes cuánto lo extraño.