Los meses pasaron hasta volver a esa noche. Iba impecable con su traje oscuro. Aun a pesar de la distancia, se sentía bien tenerlo un poco cerca. Había muchos famosos, pero poca gente con la que socializar, y es importante recordar que el único tema de conversación informal tiene que ser el trabajo; una cosa en la que he sustituido a mi madre.
Era evidente que mi madre había estado mirando fijamente aquella mesa, con mirada firme y aguda. Se le frunce el ceño siempre que se la pasa así. Si ambos estuvieran armados, seguramente estallaría la guerra y nosotros seríamos víctimas colaterales de dicho encuentro, aunque indirectamente ya lo éramos.
A medida que avanzaba la noche, la presión en su rostro crecía. Pocas veces tenía la oportunidad de apartar la mirada, de admirarle un poco, de mantener a «ese hombre» en mi mente y corazón, y ser feliz como Helga hacía con Arnold.
Su padre parecía distante, y yo no lo recordaba así. Mi madre me tocó la mano y dijo algo que por reacción inmediata me reí. Se anunciaron las nominaciones de la noche. El colofón final: el anuncio del ganador en la principal categoría de proyecto líder en el campo de la conectividad —en la que por supuesto, estaban nominadas nuestras rivalidades—. Hacía que sudáramos. Frente a todo esto, tengo que admitir que me está matando, esa estúpida distancia y competencia entre nuestros padres que de alguna manera recae sobre nosotros.
Solo quería que se acabara. Había tensión en el ambiente y el silencio del anfitrión me molestaba, además de las miradas sobre ambas mesas. Hasta que por fin se anunció el ganador. Después de todo, lo que había ocurrido era irrevocable. Fue entonces cuando nuestras miradas se cruzaron en la espesa niebla que anunciaba el torbellino.
—¿Por qué pareces tan tranquila? —le pregunté a mi madre unos minutos después.
—Porque ahora va a ser mejor. Sé que lo conseguirás. Toda victoria tiene su precio.
Me guardé el resto de la conversación.
Estuvo callada hasta que volvió a su habitación, me besó y me dijo que disfrutara de la noche y que no me preocupara por ella, que estaría bien. Yo quería quedarme, pero me insistió en que no lo haga.
¡Vale, así es ella!
Después de eso, solo quería tomarme un respiro. La noche era tranquila. Caminé por algunas calles de la ciudad y miré unos cuantos locales para distraerme. Era casi medianoche cuando decidí hacer una pausa en un animado bar del centro de la ciudad. Pedí un Old Fashioned y encontré un sitio cómodo en la barra para pasar el resto de la noche hasta lograr aburrirme y quizás llegar a un punto en donde no pudiera ni recordar mi nombre.
Pero tal vez la elección pudiese cambiar un poco. Si eso fue lo que pasó cuando él y yo nos encontramos por casualidad en un pub. La eventualidad nos había vuelto a juntar, y un ligero movimiento de mi parte me hizo decidirme a dar un paso. Estaba demasiado nervioso. Lo único bueno de la bebida fue que me levantó un poco el ánimo.
—¡Hola! —dije en voz baja.
Las comisuras de mis labios se curvaron en una leve sonrisa mientras procedía a sentarme a su lado. Esperaba no arruinarlo. Aunque no respondiera. Si me permitía estar a su lado en silencio, era suficiente para mí.
No pedía mucho.
¡Dios, no pedía mucho!
Verle en el ascensor, en la entrega de premios y de nuevo en este pub. Se veía perfecto. Tan perfecto, tan deseable. Mientras tanto, yo me había ido de atuendo del evento y después lo sustituí por un par de pantalones de lino, una camiseta blanca y un par de zapatillas Converse.
Me miró con cierta sorpresa. La luz de neón del cartel con forma de copa de vino se reflejaba sutilmente en su traje. Sin saber qué pasa por su mente. Si intentara huir, lo aceptaría, pero cuando vi que me observaba, supe que no lo haría, y eso me dio un rayo de esperanza. Quiero creer en el destino: cuando sabes que los caminos pueden ser tan variados, tan retorcidos, pueden llevarte en distintas direcciones hasta que, en una fracción, vuelven a ser intersecciones.
Le vi pedir un Martini. Cuando le miré la muñeca, era evidente que sabía que me había dado cuenta. Todavía llevaba en las mangas de la camisa el par de gemelos Emidio Tucci que le había regalado por Navidad hacía mucho, porque había insistido en que eran los mejores que había visto nunca, y por los cuales tuve que prestarle dinero a mi madre para poder comprárselos y dárselos después de que hubiéramos ido de paseo a medianoche a ver a los cantantes de villancicos ir de puerta en puerta cantando.
Levantó ligeramente la copa en señal de saludo.
—Hola —pareció sonreír mientras hablaba.
Oh, Dios mío. ¿Eso es una sonrisa?
Sí, lo era.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —continuó.
—El suficiente, diría yo.
—¿Tienes con quién beber esta noche?
Negué con la cabeza.
—Entonces, puedes beber conmigo. Quiero decir… ¿si tú quieres? Después de… —se interrumpió, pensando qué decir —Podemos olvidarlo por esta noche.