Presente…
Horas antes me debatía entre asistir o no al acto. Pero esto último no apareció por el medio. Aunque mi mente estaba llena de dudas y mis pensamientos eran como un torbellino de ansiedad. Una repentina oleada de vértigo me pilló desprevenido, me flaquearon las piernas y acabé ayudándome a mí mismo en la encimera del baño. Respiré hondo. Intento calmar los latidos acelerados de mi corazón y el mareo.
¿Cuán de travieso podía ser un Martini, que en lugar de desencadenar una cadena de malentendidos y complicar la situación como había hecho Puck, me llevó a otra cosa esa noche?
Ella necesariamente no debía hacer esto. En mi mente, en mis labios, tenía un nombre que ni siquiera podía pronunciar, que sólo existía en mis sueños y deseos íntimos. Capaz de bajarme los pantalones, tener sus manos y sus labios acariciando mis piernas, apretando mis caderas, tener su lengua húmeda paseándose por mi bóxer, provocando lentamente mi erección; entregarme a él solo en este momento, si tuviera que hacerlo. Observar su rostro enrojecido y sediento mientras intento levantarle, acariciando su cuello y masajeando suavemente su nuca antes de besarle, forzarle a quitarse la camiseta y arrinconarlo contra un mueble y proceder a morderle los pezones...
Mirando a Samanta, salí de aquel sueño erótico. Su mirada y su rostro curiosos eran seductores. Para una joven de su edad, el vestido que llevaba dejaba al descubierto demasiada piel, y los hombres mayores de la fiesta ya habían vuelto sus ojos lujuriosos hacia ella. Quería decirle: «cúbrete».
—Sí.
La última pregunta que me hizo Samanta me hizo parecer confuso porque realmente no estaba seguro de si había oído mal. Continué:
—Me sorprende que lo que empezó como una idea en la cabeza de mi padre forme ahora parte de la vida cotidiana de tanta gente.
Excepto para mí.
Un espacio no se completa con lo que un padre decide y ordena hacer. Ni tampoco por el placer de una mujer que está dispuesta a que le bajes las bragas, a que le acaricies la vagina con la lengua mientras la besas y la penetras, que la haces retorcerse en la cama, que le empujas, acaricias y aprietas los pechos con las manos.
Pasó lentamente el dedo índice por el vaso, viendo ya un poco de embriaguez en aquellas mejillas sonrosadas.
—¿Quieres salir de aquí? —sin saber si es una pregunta o una afirmación. Ligeramente deduzco que sus bragas están empapadas. Alarga la mano y me acaricia el torso del brazo. A continuación, nuestras manos se entrelazan sin mi permiso, y dice, ligeramente insinuante, que quiere cambiar de aires.
¿Y qué hago yo?
Solo quería evitarlo de forma que no provocara demasiado la actitud de mi padre. Tensé la cara, babeé suavemente y puse los ojos ligeramente en blanco ante Samanta. Era atrevida. Había una línea en sus labios dando a entender que yo se la estaba poniendo difícil.
Todo se volvió más tenso cuando mi padre me dirigió una mirada muy cautelosa, del tipo: «Te analizo». Era una de esas miradas de: «Si no cumples las órdenes, ya sabes lo que pasará después».
Se me hizo un nudo en el estómago. Inmediatamente solté a Samanta y lo pensé un momento. Me llevé la mano derecha al bolsillo del pantalón y empecé a apretar ligeramente el móvil a través de la tela. Samanta empezó a acercarse a mí. Se movió el pelo hacia un lado. Estaban nuestras caras demasiado cerca. ¿Debía ser demasiado tonto para dar un paso en falso? ¿Meter de por medio el trabajo —no sería favorable—, o buscar otra escusa que fuera suficiente para salirme con la mía?
Internamente me devané los sesos buscando una maldita solución viable. Un sudor frío recorrió mi espalda y mis hombros se tensaron cada vez más. La perplejidad de ella estaba al tope. Me sentía como un gato acorralado, deseando dar un zarpazo y escapar, por profunda que fuera la grieta. Entonces oí la voz de Micaela.
—Sé que me parezco ser tu madre —dijo de repente, acercándose a nosotros y mirando a Samanta a los ojos.
Fue entonces cuando Erika y Carlos hablaron uno tras otro.
Saben ser entrometidos. «Santo trio».
En cierto modo, esto hizo que la mano de Samanta, que aún estaba sobre mí, se retirara por completo. Parecía un poco molesta por lo que había pasado.
Internamente me reí. La interacción de ese trío ponía las cosas bastantes picantes. La voz de Micaela me alivio, tomando esa oportunidad para respirar y considerar mis opciones.
Ricardo, Ricardo, Ricardo, cuanta falta me haces en estos momentos. Pero gracias a Dios todavía los tengo a ellos.
—Eres la más maternal del grupo —solté.
—Por algo tengo dos hijos, ¿no?
Ladeé ligeramente la cabeza y sonreí implorante. Al ver cómo Micaela apartaba de mí su mirada lastimera y giraba su cuello de búho para mirar con ojos de ataque a mi padre, que lo observaba todo desde un rincón, con mirada agresiva. Cambió de postura al notar los ojos furiosos de quien lo observaba y sabía que no se sería ninguna molestia decirle un par de cosas a la cara. No para Micaela.
Samanta no movió un músculo, manteniendo sonrisa amarga en los labios. Tomó una cerveza y bebió.
—¡Demasiado dulce para mis ojos verdes! —dijo Carlos entrometido. Se limitó a dirigirme una mirada incómoda y una sonrisa un poco forzada, algo decepcionado por la cara de Samanta, mientras continuaba—. Espero que no me niegues esta bebida. ¿Cuántos llevas?