El día había sido largo y agotador, como todos, y Hopper agradeció cuando arrancó el Jeep, en el crepúsculo, y se dirigió a la salida del pueblo, pasando por delante del viejo Elmer, que contemplaba el cielo apoyado en la pared. Dios, aquel día se le había hecho eterno, y ni siquiera podía recordar qué había hecho. Sea como fuere, Hopper no tardó en ver el lugar, aquella cabaña del bosque. Pequeña y recogida, resguardada de miradas indiscretas. Aparcando el coche lo suficientemente lejos, en el camino, se acercó con precaución. La luz del ocaso aún permitía ver las trampas y los avisadores que había colocado alrededor del lugar, y él, que sabía de memoria su localización, pudo pasarlos sin ningún problema. Se acercó a la cabaña, pero no tardó en darse cuenta de que había algo extraño.
No era algo que pudiera describir. Era como si no existiera, como si alguien la hubiera cortado de una fotografía y la hubiera pegado allí, ante él. Algo está mal. – La iluminación. – Se dijo, frunciendo el ceño. Era como si la iluminación en el círculo de alrededor de la cabaña estuviera mal. Como un círculo de iluminación inferior. Como un… un halo.
Repentinamente recordó. Recordó las pesadillas, las palabras de Jane, aquella presencia que notaba. Y, como en respuesta a su memoria, la saturación del color de la cabaña pareció disminuir a cero, y, como una figura de cera que se había acercado demasiado a la llama, la figura que había ante él comenzó a derretirse, reblandeciéndose visiblemente y hundiéndose en la nada. Un sonido tétrico llenó el ambiente mientras Hopper veía cómo su cabaña, aquella en la que llevaba viviendo dos años, se hundía en el interior de la tierra, abriendo a su paso un agujero rodeado del halo de luz espectral. Un agujero negro. Su agujero negro, del cual, no salía nada. Nada, excepto un agudo infantil.
Sobresaltado, Hopper abrió los ojos, con el rostro perlado de sudor, encontrándose sobre él el techo de su habitación. Un sueño, pensó. Una pesadilla. “Mi Agujero Negro”, se dijo. Había prometido no volver a usar esa expresión nunca más.
Un grito interrumpió sus pensamientos, un grito familiar en una habitación junto a la suya. Once necesitaba ayuda, y Jim, una vez se hubo levantado y echado mano a la pistola – un proceso en el cual derribó el bote de pastillas – echó a correr en dirección al cuarto de la pequeña.
- ¡Aaah! – Cuando entró, la pequeña estaba gritando, hecha una bolita en un rincón junto a la cama, abrazándose las piernas.
- ¿¡Qué ocurre!? – Preguntó, mirando a todas partes, en la habitación vacía. - ¡Eh, peque, háblame! – Le pidió, y ella, aún con la respiración entrecortada, alargó una mano temblorosa. – A-Armario. – Murmuró Once, aterrorizada. –Ar-Armario…
- ¿Qué? – Hopper la miró, incrédulo, y volvió a mirar al armario que había en la esquina. En la penumbra, no era más que un armario más, un armario desvencijado que lo peor que tenía era el chirrido al abrirse. - ¿Un monstruo en el armario?
- El monstruo… - Murmuró ella, aterrada. – Un monstruo…
Por un momento, cuando ella asintió con su cabecita de cabello corto, Hopper estuvo a punto de maldecir, arrojando la pistola al suelo, pero suspiró, armándose de paciencia. Sí, debía tener paciencia con ella. Era pequeña, y aunque tal vez tuviera trece o catorce años, sabía que sus experiencias la habían privado de la madurez necesaria a su edad. Y, a fin de cuentas, todos los niños, en algún momento, le tienen miedo al interior del armario. – Está bien, peque. Vamos a ver. – Dijo, arma en ristre, dirigiéndose al armario en ciernes. No era la primera vez que tranquilizaba a una pequeña sobre los monstruos de un armario, y sabía que la forma más rápida de hacerlo era, simplemente hacerlo. Así que atravesó el cuarto de dos zancadas, se plantó ante el armario, y lo abrió de golpe.
- ¿Lo ves? – Dijo, volviéndose hacia ella. – No hay ningún…
Pero se equivocaba. La figura del armario era pequeña y delgada, tanto que al principio pensó que era un esqueleto, con un cráneo blanco y reluciente. Pero no era un cráneo. Era uan cabeza, una cabeza pequeña, calva y pálida de enfermedad. Una cabeza infantil.
Con un pijama hospitalario muy similar al que había lucido Once en su día, la niña salió del armario, al tiempo que un aterrado Hopper retrocedía por la habitación. La cabeza pequeña inclinada al suelo, los brazos delgados, casi esqueléticos… La penumbra le impedía verla con claridad, pero Hopper nunca había necesitado tal cosa para reconocer a su hija. Su hija, fallecida años atrás.
- Sarah. – Pronunció, aterrado. Sin saber qué hacía él allí o qué hacía él. Pero lo único que sabía es que había algo terriblemente mal. – Hija…
La niña levantó la cabeza como movida por un resorte, y Hopper notó la sangre helársele en las venas. Dos pozos negros habían sustituido los ojos azules de su hija, dos pedazos de oscuridad que ahora traspasaban su alma. Hopper retrocedió otro paso, echando de menos la pistola, sintiendo la soledad de aquella vieja cabaña, y supo que, por fin, el Agujero Negro le había dado alcance. Ella comenzó a inspirar, con aquella ansia asmática que la había acosado en las primeras fases de su enfermedad, y Hopper sintió aquella impotencia, aquel abismo que se abría ante él. Una y otra vez, sin nunca acabar. Alargó la mano hacia su hija.
Y el rostro de Sarah, de su hija, su única hija, se abrió en cinco, aullando y mostrando una inmensa boca llena de dientes. Arrancándose la bata, el Demogorgon se abalanzó sobre él y lo arrojó al suelo, acorralándole con las garras sobre los hombros y sacudiéndolo, mientras chillaba de forma enloquecedora sobre él.
- ¡Jim! ¡Jim! – No, no eran los aullidos diabólicos de un Demogorgon. Jim abrió los ojos, notando el corazón como si acabara de correr una maratón y luchando por conseguir aire. - ¡Jim, teléfono! – Le decía el rostro que había ante él. - ¡Teléfono, Jim!