A la luz del sol de verano, la carretera que los chicos denominaban "Mirkwood" no debería dar tanto miedo como en las noches de noviembre. Según el coche avanzaba en dirección a Hawkings, Will miraba por la ventana, sintiendo una extraña sombra oscurecer el paisaje. Era el eclipse… Había comenzado.
- Sólo estoy diciendo que no deberías haber dejado tu puesto en el supermercado, Jonathan. – Decía Joyce en aquel momento, junto a su hijo en la parte delantera del coche. Tras ellos estaban Will, María, y la silla. - ¡Lo último que necesitamos es que te despidan, Jonathan!
- ¡Lo sé! – Replicó éste. - ¡No pude evitarlo! Cuando vino Hopper y me preguntó eso me quedé preocupado, ¿Vale? La recordé, y pensé que…
- No, no pensaste. – Replicó Joyce. – La universidad no es barata, Jonathan, y si quieres hacer algo con tu vida, te sugiero que…
- ¡Cuidado! – Interrumpió Will, justo a tiempo para que, con un volantazo, esquivaran otro coche parado en medio de la carretera. En su interior, sus ocupantes dormían, con los ojos cerrados, pero ninguno de los Byers se dio cuenta, ocupados con sus propias trifulcas. - ¡Basta ya! – Añadió Will. – Vais a preocupar a María… Y a mi también. – Añadió poco después.
- Lo siento colega. – Replicó Jonathan, volviendo para mirarse. Su madre también asintió, con la mirada puesta en la carretera para no cometer el mismo error dos veces. – No sé qué nos ha pasado.
Will asintió. El ambiente se había enrarecido en Hawkins aquellos últimos días, y aquellas discusiones, que no eran las primeras, tampoco eran sorprendentes. Todos tenían los nervios de punta, y viendo las ojeras que tenían su hermano y su madre, Will comprendía por qué.
Ojeras. Steve sabía que tenía ojeras, unas ojeras enormes de estudiar, y cada vez que le pegaba otro sorbo al café las recordaba más aún. Pero no había elección. Al menos que quisiera quedarse a trabajar donde su padre, debía esforzarse todo el verano. Nancy, evidentemente, lo había conseguido a la primera, pero él… No, no importaba. No le importaba quedarse despierto hasta tarde – sobre todo con la epidemia de pesadillas que había – y lo único que le fastidiaba era cómo el gris bajo sus ojos empañaba aquella buena figura que había en su reflejo. Pero no podía permitirse pensar en ello. Debía terminar con aquel tema cuanto antes, y pasar al siguiente. "La noche estrellada", leyó, "(en neerlandés De Sterrennacht), es la obra maestra del pintor postimpresionista Vincent van Gogh. El cuadro muestra la vista exterior durante la noche desde la ventana del cuarto del sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence…"
Steve ahogó un bostezo. Soporífero, de hecho. ¿Por qué tenía que estudiar tal cantidad de tonterías? Miró a su lado, y vio que Jack, un compañero que también trataba de entrar en la reválida de la universidad, se había dormido directamente sobre el libro. – Pfft. – Ahogó, divertido. Al final él había ganado la apuesta. Jack nunca había soportado el café, y a decir verdad, Steve no le acababa de encontrar el gusto, pero sabía que eso no importaba si quería estar con Nancy a partir de septiembre.
- Eh, tío, despierta. – Le susurró, moviéndole el hombro. Iba a tomarle el pelo con eso hasta el día del examen… Al menos, lo haría si despertaba. – Eh. – Dijo, algo más alto. – Jack, venga, no tiene gracia.
Pero, la tuviera o no, a Jack no parecía importarle, porque cuando Steve le movió la cabeza, no la colocó de nuevo en su sitio. – ¿Qué está pasando? – Aquello no era gracioso, desde luego que no. Steve se levantó, lo zarandeó, pero su colega simplemente se dejó hacer, como si fuera un muñeco. Como si estuviese muerto.
Por suerte, aún tenía pulso. Por suerte… ¿Por suerte? - ¿Qué cojones está pasando? – Repitió Steve. Algo iba mal, muy mal. - ¿Hola? – Levantó la voz. Sabía que allí, en la biblioteca, alguien iría, aunque fuera para decirle que se callara. Pero una vez más, se equivocaba. – Ne… ¡Necesito ayuda! – Al igual que Jack, la recepcionista estaba suavemente posada sobre el mostrador, como dormida, y a Steve, con el pulso ya alto por el café, le entró ansiedad. - ¿Hay alguien aquí? – Preguntó, tragando saliva. Una mano sobresalía de entre unas estanterías, otras personas más yacían sentadas con la barbilla en el pecho. Dormidos. Dormidos. Dormidos.
Todos dormidos. – Mierda. – Tragó saliva, tratando de buscar un teléfono tras el mostrador para llamar a emergencias. Lo había, pero para desgracia del ya asustado Steve, carecía de línea. – Esto no está pasando. – Se dijo el joven, pasándose la mano por el pelo. Estaba estudiando… ¡Debía estudiar! Los exámenes de reválida de la universidad se acercaban, y él… No había línea, no podía marcar desde allí, y no se atrevía a mover a la recepcionista para buscar qué le ocurría al teléfono.
- Esto no está pasando. – Se repitió. – Esto no está pasando. – Cuando salió a la calle, en busca de la cabina telefónica que había a la entrada de la biblioteca, el ambiente parecía extraño, casi onírico. Cargado de electricidad estática. Estaba pasando, se dio cuenta. Era real. Una sombra pasaba sobre Hawkins cuando Steve entró en la cabina, y después de meter el dinero, miró al cielo para comprobar su origen mientras marcaba.
Y lo que vio, hizo que se le helase la sangre en las venas: Arriba, en el cielo, el sol desaparecía, ocupado por la sombra de la tierra en un eclipse singular. Y abajo, en la carretera, un coche aceleraba en su dirección. – No… - Incrédulo, Steve se dio cuenta de que no hacía la curva de la carretera. De que se dirigía de lleno hacia la cabina. - ¡No!
Mientras trataba frenéticamente de abrir la puerta, se dio cuenta de que, en su interior, con los ojos cerrados y sin control sobre el coche, se encontraban tanto Max como su padrastro.
Jim aceleró. Hawkins nunca había estado tan lejos para él. A su lado, Jane le tocó el antebrazo.
- Lo siento. – Murmuró la pequeña.
- ¿Qué?
- Rompí la promesa. – Dijo ella, con voz tenue. – Salí de casa. Rompí la promesa.
- Eh. – Jim esquivó otro coche chocado en la carretera y se dirigió a la entrada del pueblo. – Está bien. Me salvaste, ¿Vale? – La miró, fugazmente, viendo cómo cabeceaba. – No sé muy bien qué ocurrió, pero me salvaste.
- Pero el eclipse… - Las palabras arrastradas de la pequeña lo pusieron sobre aviso. – Todos están…
- Eh, peque. – Le dio palmaditas en la mejilla, haciendo que abriera los ojos de nuevo con cansancio. - ¡No te duermas! ¿Me oyes? Hagas lo que hagas, no duermas. Entonces, Jim fue consciente de la gente. Gente que caminaba por la calle, que vagabundeaba. Gente que caía en medio de la calle. En un sueño igual que el de Murray o el del chico de los Hargrove. Iban a llegar tarde.
- Quédate despierta, ¿Vale? – Repitió, tomándola de la mano. – Cuando todo esto termine, te prometo, te prometo que nos iremos de vacaciones.
- Vacaciones… - Murmuró ella, suspirando. – Los amigos, los amigos nunca mien…