Noah
Había aceptado ir al evento de divulgación científica porque mi agente insistió en que “era una buena oportunidad para limpiar tu imagen, mostrar madurez, bla bla bla”.
Yo solo escuché “hay cámaras” y dije que sí.
Aunque, en el fondo, lo necesitaba.
Después de todo lo que pasó con el video, con los comentarios, con esa sensación constante de estar siendo observado incluso cuando el aro de luz estaba apagado… necesitaba demostrar, aunque fuera a mí mismo, que podía hacer algo diferente.
El plan era simple: dar una charla corta, sonreír, parecer responsable y largarme.
Hasta que la vi.
Entre el público, con el cabello recogido, limpiando un telescopio con ese gesto concentrado que tenía cuando se olvidaba del mundo.
Camila.
Por un momento pensé que el reflejo del proyector me estaba jugando una mala pasada.
Pero no, era ella.
Mi exroomie.
La chica que me escondió el cargador y, sin querer, también un pedazo de tranquilidad.
Tragué saliva, intentando que mi voz no se quebrara.
—...los medios pueden ser una herramienta increíble para difundir conocimiento —dije, improvisando como si nada—. Todo depende de cómo los usemos.
Mis palabras sonaban seguras, pero mi mente estaba a años luz.
Ella estaba allí, mirándome, aunque fingía tomar notas.
Y por un segundo, sentí lo mismo que cuando apagaban las luces en el departamento y todo quedaba en silencio: esa calma incómoda que solo existe cuando hay algo que no se ha dicho.
Terminé la charla entre aplausos.
Sonreí, saludé, posé para una foto grupal.
Todo automático.
Pero mis ojos seguían buscándola.
Y claro, el destino volvió a divertirse conmigo.
Cuando bajé del escenario, una de las coordinadoras se acercó y dijo:
—Noah, te presento a Camila Bell. Ella es la asistente del equipo académico que organizó el evento.
Ella levantó la vista.
Yo me quedé inmóvil.
Silencio.
—Nos conocemos —dije al fin, con una sonrisa que me salió más torpe de lo que hubiera querido.
—Sí —respondió ella, cruzando los brazos—. Vivíamos jun... vivíamos en el mismo edificio —se corrigió.
Eso me sacó una pequeña sonrisa que desapareció al instante, cuando ella me fulminó con la mirada.
Cuando los demás se fueron, el silencio se estiró como una cuerda a punto de romperse.
Camila se cruzó de brazos, esa postura que conocía bien: defensiva, pero también un poco nerviosa.
Yo metí las manos en los bolsillos, intentando parecer tranquilo, aunque por dentro sentía que caminaba sobre un campo minado.
—Así que… asistente del comité académico —dije, rompiendo el hielo con torpeza—. Suena importante.
—Lo es —respondió, sin mirarme—. Y tranquilo, no tienes que fingir interés.
—¿Fingir? Por favor, soy todo oídos —repliqué, inclinándome un poco—. Dime, ¿qué hace una futura astrónoma aquí? ¿Controlas que los planetas no se escapen o algo así?
Ella soltó una risa corta, sin humor.
—Controlar planetas sería más fácil que compartir techo contigo.
Auch.
Directo al ego.
—Vaya, seguimos con las indirectas —dije, alzando una ceja—. ¿No te enseñaron en tus clases que los meteoritos también pueden herir?
Camila volvió a fulminarme con la mirada, pero algo en su expresión cambió.
Ya no era enojo, exactamente.
Era algo más… vulnerable.
Como si ella tampoco esperara verme ahí.
—No sabía que estarías aquí —murmuró al fin.
—Ni yo que tú estarías aquí —confesé—. Supongo que el universo tiene sentido del humor.
Ella suspiró.
—No lo llames universo. Llámalo mala suerte.
Sonreí, pero esta vez no fue para molestarla.
Era… nostalgia, tal vez. De esos días caóticos donde pelear con ella era lo más natural del mundo.
—Te ves bien, por cierto —dije, bajando la voz.
Camila se tensó. No respondió, pero sus mejillas se tiñeron apenas de rojo.
—Gracias. Tú también. Supongo. —Luego carraspeó—. ¿Así que ahora haces charlas motivacionales?
—Intento mejorar mi karma —respondí—. Al parecer, transmitir veinticuatro horas sin dormir no era el camino espiritual correcto.
Ella sonrió, apenas. Una curva leve, casi imperceptible, pero suficiente para descolocar mi equilibrio interno.
Silencio otra vez.
Y por primera vez en mucho tiempo, no sentí la necesidad de llenarlo con palabras.
Solo la miré.
Y ella, aunque intentó no hacerlo, me devolvió la mirada.
Por un instante, no estábamos en un auditorio ni en una universidad.
Estábamos otra vez ahí, en el departamento, entre luces apagadas, tazas de café y discusiones absurdas sobre reglas de convivencia.
Y entendí que, por mucho que hubiéramos intentado alejarnos, nuestros caminos siempre volverían a cruzarse.
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Editado: 15.11.2025