DOS MESES ANTES DEL ASESINATO
HORA: 00:00
LUGAR: CASA DE AMBER
Amber estaba en su casa, copa de vino en mano, mirando por la ventana. Nadie sabía qué pasaba por la mente de aquella temida asesina, nadie podía descifrar lo que tramaba. Para muchos, Amber era sinónimo de peligro y fascinación: como el veneno, de colores brillantes que atraían... hasta matarte. Ese miedo, ese respeto, siempre le había gustado provocarlos. Desde el inicio supo que debía ser la mejor, que nadie la pisotearía. Por eso, allá donde iba, la conocían como La Diabla. Sus manos estaban manchadas de sangre y jamás lo ocultó; había dejado tras de sí un rastro de cadáveres cada vez más atroces.
Había trabajado con gente sin escrúpulos, hombres que no dudaban en herir cuando las cosas salían mal. Ella terminaba lo que otros empezaban, y nunca fue compasiva ni rápida. Había hecho suplicar a muchos de rodillas, sin sentir nada. Hacía tiempo había dejado de tener corazón: era un arma dispuesta a matar por millones.
Bebió un sorbo, suspiró. Las luces de la calle, el ruido de coches, las risas de transeúntes felices la irritaban. Parecían vivir en una burbuja, ignorando a los asesinos que caminaban entre ellos. Amber ya estaba corrompida hasta la médula.
El teléfono sonó, cortando sus pensamientos. Contestó con desgana, pero su gesto cambió al reconocer la voz de Scarlett. No era normal que la llamara a esas horas.
—¿Qué pasa? —preguntó tensa. Hubo un silencio.
—Creo que la he liado... —sollozó Scarlett.
—Le diré a Esteban que te recoja. Quédate aquí esta noche y me cuentas.
Un débil "sí" fue la respuesta.
Esteban no tardó en llevarla. Fiel a Amber, se quedó un instante observando a su jefa con deseo reprimido. Para él, Amber era un fruto prohibido. Scarlett lo sacó de su ensueño.
—Gracias —le dijo la rubia. Él asintió y se marchó.
Amber tomó la mochila que Scarlett traía. Apenas libros del instituto y ropa para el día siguiente. Conocía su inteligencia: sus notas nunca bajaban de nueve. Solo deseaba que eligiera un camino mejor, lejos del destino de su madre.
—¿Qué ha pasado? —le ofreció una taza de té.
Scarlett dudó. No quería decepcionarla. Sabía que, si hablaba de la propuesta de Tom Thompson, Amber lo mataría sin pensarlo. Pero el dinero era tentador: lo necesitaba para escapar, para ir a la universidad, para empezar una nueva vida lejos del infierno. Por un instante, se imaginó en un campus, café en mano, sonriendo.
—Scarlett... —insistió Amber.
Ella suspiró, evitando su mirada. Tenía aún el cuerpo adolorido por la última paliza de su madre, pero calló.
Amber esperó con paciencia. Con ella, era la única con quien La Diabla podía tenerla. Desde el día en que la conoció, supo que debía protegerla. Había matado a más de uno que se había atrevido a dañar a Scarlett, siempre sin que ella lo supiera.
—He hecho un trato con Tom Thompson —confesó al fin.
Amber se quedó inmóvil. Por dentro, ardía. Se llevó la copa a los labios, intentando calmarse, pero no pudo. Sin decir palabra, salió de la sala y buscó su pistola.
Scarlett se inquietó. Conocía a Amber: cuando se ponía inexpresiva, significaba problemas. Y Tom no era cualquier hombre; tenía poder e influencia. Si Amber lo mataba, su hijo Lex movería cielo y tierra para vengarse.
El simple pensamiento de Lex la hizo estremecerse. Había sido ingenua al aceptar aquel trato. Quizás recibiría dinero, pero las consecuencias serían desastrosas. Lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Me lo voy a cargar —dijo Amber, con voz firme.
Scarlett se levantó y se puso frente a ella. Los ojos azules de Amber la atravesaron como cuchillas.
—Escúchame primero —pidió Scarlett suavemente.
Amber guardó el arma.
—Diez minutos. Solo diez.
Ambas se sentaron. Scarlett, con las manos temblorosas, relató todo. El rostro de Amber iba endureciéndose con cada palabra, cargado de ira y resentimiento.
—Scarlett, yo puedo darte el maldito dinero. No entiendo por qué actúas así —golpeó la mesa.
Scarlett se sobresaltó. Sabía que Amber jamás la tocaría, pero los recuerdos de su madre la hacían temer cualquier estallido de furia.
—No puedo permitir que gastes tanto por mí... no es tu obligación —susurró.
Amber calló. Lo que Scarlett no sabía era que ya había creado una cuenta de ahorros para ella, con depósitos mensuales discretos. Lo suficiente para pagar su universidad algún día.
—Tengo una cuenta solo para ti. Deja de tonterías. Hablaré con Tom —sentenció.
Scarlett quiso protestar, pero la mirada de Amber la silenció. Se sonrojó de vergüenza: su madre nunca había hecho nada por ella, y Amber, en cambio, estaba dispuesta a todo.
Amber la observó en silencio. La veía agotada, envejecida antes de tiempo. Había sufrido demasiado. Ella misma entendía ese dolor. Tomó el móvil, tentada a llamar a Tom, pero decidió esperar. Lo enfrentaría cara a cara.
Al día siguiente, Amber esperó en el coche frente al instituto. Observó a Scarlett con su mochila, rodeada de adolescentes sonrientes, impecables, aparentemente ajenos al sufrimiento. Una de ellas llamó su atención: Eíra, la profesora de filosofía de Scarlett, a quien había visto antes en una cafetería. Tenía un porte discreto, casi juvenil, pero su forma de hablar con los alumnos revelaba autoridad.
—Amber, ¿puedo dormir esta noche contigo? —preguntó Scarlett, tímida.
—Sí, iré por tus cosas a tu casa —respondió Amber, acariciándole el cabello.