DOS MESES ANTES DEL ASESINATO
HORA: 11:00 DE LA MAÑANA
LUGAR: Sala de reuniones
Eíra estaba nerviosa. Había algo en aquella mujer que le provocaba una sensación extraña, mezcla de temor, admiración y peligro. ¿Cómo podía alguien, sin pronunciar palabra, transmitir tanto? Amber parecía imparable, de esas mujeres que sabes que, para conseguir su propósito, harían auténticas locuras. Observaba todo con determinación, analizando cada rincón. Caminaba lento, pero con un aire sensual que impregnaba el ambiente. Incluso Eíra, que nunca se había sentido atraída por mujeres, notó un calor extraño apoderarse de su cuerpo.
Amber captó la mirada. Una sonrisa lenta apareció en sus labios. Sabía el efecto que causaba. No importaba la orientación o los gustos de la otra persona: ella era deseo, tentación. Le fascinaba ver cómo tragaban saliva, cómo en sus ojos se reflejaba la lujuria. Ese era el poder de La Diabla.
Eíra apartó la vista, intentando distraerse contando mentalmente cualquier cosa. Aquella sensación la abrumaba.
—Bueno, siéntese, póngase cómoda —dijo Amber, disfrutando de cómo a Eíra le temblaba el cuerpo.
Se acomodó con elegancia, cruzó las piernas y apartó el cabello, dejando al descubierto su clavícula. Llevaba un top de cuero que dejaba su vientre descubierto y unos pantalones del mismo material. Sus ojos azules, enmarcados por delineador negro, resaltaban aún más bajo aquella melena oscura y sedosa. Sí, esa mujer podía confundir al mismo demonio.
Eíra carraspeó y se obligó a hablar:
—He detectado un comportamiento extraño en Scarlett. Me preocupa. Sus notas han bajado, parece llevar días sin dormir... y he visto hematomas que me alarman.
Un nudo se apoderó de su garganta. Podía imaginar cada golpe, cada insulto, cada noche en vela llorando. Había intentado hablar con la rubia en varias ocasiones, pero Scarlett siempre la esquivaba. El colmo fue aquel golpe en la espalda, oculto bajo la camiseta y visible solo cuando se agachó. No era un puñetazo. Alguien le había dado con una correa. Pena y rabia se mezclaron en el corazón de Eíra. No permitiría que una alumna pasara por lo que ella misma había soportado.
—¿Cómo? —Amber se sobresaltó.
Eíra se quedó paralizada. Aquella mujer parecía el mismo demonio. La vio caminar de un lado a otro, murmurando con los ojos encendidos:
—Voy a matarla.
Las palabras retumbaron en la mente de Eíra. Se dijo a sí misma que solo era una forma de desahogar la rabia. Lo que no sabía era que Amber ya estaba elaborando un plan para acabar con quien había hecho daño a Scarlett.
Mientras tanto, Arizona repasaba papeles, aburrida, mirando el reloj con ansias de marcharse. Sabía lo que le esperaba en casa: soledad, una copa de vino y quizá una llamada a Eíra, intentando olvidar lo monótona que era su vida. Adoraba ser abogada, pero a veces deseaba libertad. Poder gritar, expresarse sin limitaciones. Había alcanzado todas sus metas, pero se sentía vacía. Ni matrimonio, ni hijos... aunque en el fondo sabía que no podía tenerlos. Apartó esos pensamientos y volvió al trabajo, sin saber que la llegada de Amber al grupo cambiaría su destino para siempre.
Eíra, viendo la furia en Amber, se dejó llevar por un impulso: la abrazó.
Amber se quedó rígida. Hacía tanto tiempo que nadie la abrazaba... tanto tiempo sin sentir calor humano, que no pudo evitar aferrarse a ella. Una lágrima resbaló por su mejilla. Aquella mujer frágil la abrazaba como si no fuera La Diabla, sino una simple mujer que acababa de recibir una mala noticia. Por un instante, dejó de sentirse un monstruo.
No se sabe cuánto duró aquel abrazo. Al separarse, Eíra sonrió y le limpió las lágrimas.
—Sé que no he sido la mejor consejera, y que solo te he dado una mala noticia, pero tenía que decirlo. No soporto ver a mis alumnos sufrir. Son jóvenes, tienen toda una vida por delante.
Amber no contestó. Su mente ya maquinaba: ir al prostíbulo, averiguar quién había hecho eso, amenazar, quizá disparar.
Eíra la observó un momento más. Vio cómo su rostro pasaba de la tristeza a la frialdad calculadora. Era fascinante. Ed, pensó, estaría embelesado estudiándola. Tan segura de sí misma, tan sensual, tan decidida... junto a ella, Eíra se sintió insignificante.
No tenía su belleza ni su seguridad. Y aunque no quería pensarlo, se reconoció poca cosa a su lado. Aun así, recordó que debía agradecer a Ed su vida. ¿O no? Había soportado golpes, humillaciones, insultos. Había tolerado su mano alzada, sus palabras hirientes: sin mí no eres nada. Y aunque a veces lo creía, otra parte se negaba a aceptarlo.
Quizá Ed le habría prohibido incluso hablar con Amber, acusándola de ser una fulana interesada que le metería ideas en la cabeza. Ideas de libertad. De una vida sin golpes ni cadenas.
Ed había sido su verdugo, su fantasma. Un monstruo. Aunque a veces, en sus peores noches, Eíra se preguntaba si el verdadero monstruo no sería ella, por haber permitido tanto.
—Creo que nos vendrá bien tomar algo —dijo finalmente.
Amber la miró sorprendida. Eíra había caído en sus pensamientos, sin darse cuenta de que su rostro lo decía todo: dolor, rabia, ganas de gritar. Amber lo percibió y, contra todo instinto, aceptó. Sabía que no debía tener vínculos, porque siempre terminaban usándolos contra ti. Pero fue egoísta. Se fue con ella, sin sospechar que esa invitación marcaría sus destinos para siempre, en una espiral de la que ya no podrían salir.