La mujer de recepción estaba atendiendo una llamada telefónica cuando entré en el edificio aquella tarde, y se limitó a dedicarme una sonrisa cuando me vio. Supuse que sabría el motivo por el que me encontraba allí, aunque tal vez solamente me sonriese por educación.
Subí en el ascensor como lo había hecho el día anterior, tratando de aparentar seguridad en mí misma. Al fin y al cabo, se suponía que tendría el puesto si aceptaba las condiciones del contrato, y que no debía estar nerviosa. Era una cazadora, me habían entrenado para cosas mucho peores. Me habían entrenado para luchar a muerte. ¿Cómo podía mostrarme nerviosa por firmar unos papeles?
Toqué la puerta del despacho de mi futuro jefe suavemente, y entré cuando escuché su voz pronunciando la palabra “adelante”.
—Buenos días, señor Garay —dije, y me apresuré a corregirme de inmediato, avergonzada—. Buenas tardes, perdón.
Vi cómo esbozaba una pequeña sonrisa mientras negaba con la cabeza.
—Espero que no sea tan despistada en el trabajo, señorita Arriaga, o me arrepentiré de contratarla.
Sentí aquellas palabras como una pequeña ofensa. ¿Acaso él era tan perfecto que no podía equivocarse con algo así? Yo no era una persona despistada por naturaleza, pero los nervios me habían jugado una mala pasada aquella tarde. Había sido un pequeño error que no tenía relación alguna con el trabajo que desarrollaría.
—No soy despistada por lo general —murmuré, tratando de mantener una expresión neutra y no fruncir el ceño.
—Eso espero —respondió él—. Siéntese y lea el contrato, por favor.
Tomé asiento en la silla que se encontraba frente a su mesa, y solamente entonces me di cuenta de que, frente a mí, había varios papeles con lo que, supuse, sería el contrato que debería firmar. Lo leí con detenimiento, siendo consciente de que no podía arriesgarme a protestar. Si me mostraba en desacuerdo, era posible que prescindiese de mí.
Trabajaría de lunes a viernes entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde, aunque tendría una hora para comer. Sin embargo, existía la posibilidad de que tuviese que realizar horas extra por “circunstancias extraordinarias”, o de que tuviese que acompañar a mi jefe a viajes de negocios que podían ser a países extranjeros y podían tener una duración de varios días. Me pagarían más dinero, pero no podría negarme.
—Señor Garay, ¿qué ocurriría si no pudiese acompañarlo a un viaje? —pregunté con curiosidad.
No lo preguntaba porque temiese no poder hacerlo, sino por mera curiosidad. En realidad, mi único objetivo era la misión, y si para realizarla debía acompañar a mi jefe a viajes, lo acompañaría a cuantos fuese necesario.
—Necesito a alguien que sepa idiomas y me acompañe a reuniones en el extranjero —me dijo—. Y si tú no puedes hacerlo, deberé buscar a otra persona.
—De acuerdo —murmuré, y continué leyendo—. ¿Qué ocurrirá tras los dos meses de periodo de prueba?
—Eso depende de ti. Si termino satisfecho con tu trabajo, te contrataré y te daré un empleo fijo. Si no me gusta tu manera de trabajar, no prolongaré el contrato.
No sabía si la misión se prolongaría durante tanto tiempo; todo dependía de los obstáculos con los que tuviésemos que lidiar, de la cantidad de información que tuviésemos que obtener… No bastaba solamente con descubrir si aquel hombre era o no un vampiro. De modo que debería esforzarme para mantener el puesto por si la misión se prolongaba durante más de dos meses.
—Lo haré lo mejor posible —aseguré.
—De acuerdo. Por el momento será mi otra secretaria, Estíbaliz, quien me acompañe a las reuniones. Ella te enseñará mañana lo que debes hacer. Deberás pasarme las llamadas importantes y separarlas de las que no lo son, organizar mi horario, hablar con empresas… Habrá ocasiones en las que debas ser tú quien mantenga contacto con algunas personas, transmitiéndoles mis deseos. Pero Estíbaliz te lo explicará mejor mañana.
Asentí. Si algo quedaba claro era que, para realizar bien aquel trabajo, debería ser una persona muy organizada y ordenada. De lo contrario, no sería capaz de hacerlo lo suficientemente bien, al menos para alguien como Zigor Garay. No podía permitirme fallar.
—Bien.
Cuando leí todo el contrato, lo firmé. La firma de él ya estaba plasmada en los papeles, por lo que solamente faltaba la mía. Me ofreció una copia del documento que había firmado para que yo pudiese tenerla y leerla cuando desease, y me pidió que al día siguiente me presentase allí a las ocho de la mañana para comenzar con mi horario habitual.
—Una última pregunta que olvidé hacerle —me detuvo antes por dar por concluida la conversación—. ¿Cómo supo de este trabajo?
Por un momento, vacilé. No sabía cómo había anunciado que necesitaba a alguien para cubrir aquel puesto de trabajo. ¿Había sido a través de internet? ¿A través de la prensa? La academia había descubierto que el puesto había quedado libre antes de enviar diferentes currículums vitae, pero nadie me había dicho cómo lo habían sabido.
—Por mi padre —respondí simplemente, esperando que no me preguntase nada más.
Aquello pareció desbloquear un recuerdo en mí. Recordé a mi madre, más joven que cuando había muerto, diciéndome que mi padre no regresaría, que nos había abandonado. Yo le habría preguntado durante años dónde se encontraba. Empleaba un tono suave para explicármelo. Yo debía de ser muy pequeña, no sobrepasaría los cinco años, y rompí a llorar al escuchar aquellas palabras. Recordaba las lágrimas calientes y saladas resbalando por mis mejillas, y la calidez del abrazo de mi madre.