—Sé lo que ha ocurrido.
Levanté la cabeza y miré a Ariadna. Hacía solamente unos minutos que había llegado al apartamento y, tras murmurar que me dolía la cabeza para explicar por qué llegaba temprano, me había acomodado en el sofá para ver la televisión. Tenía mucho en lo que pensar.
—Ah, ¿sí?
Yo no podía contarle nada, pero tenía la esperanza de que ella sospechase y descubriese por su propia cuenta qué era lo que sucedía. Era, de hecho, la única esperanza que me quedaba.
—Claro que sí. Ha logrado ponerse en contacto conmigo. Me ha preguntado si quería marcharme, pero le he dicho que me quedaría contigo. Me ha contado también lo que está sucediendo. Es terrible que el presidente haya desaparecido.
Me desilusioné de inmediato. Hablaba sobre Adrián, no sobre Zigor. Ni siquiera se había dado cuenta de que algo no iba bien.
—Sí, es terrible —coincidí—. No estamos preparados para algo así.
Pero apenas prestaba ya atención a la conversación. Me importaba lo que ocurría en la academia, lo que ocurría en nuestro mundo. Pero no podía pensar en el caos que se iba a desatar cuando mi propia vida era un caos. La misión había fracasado, o al menos mi parte. Zigor no dejaría que contase nada de lo que pudiese ver. Tenía las manos atadas.
—Te noto extraña —comentó Ariadna.
—El dolor de cabeza —mentí.
Aunque desease decirle la verdad, no podía hacerlo. Algo me lo impedía. La orden de Zigor Garay debía de haber sido realmente fuerte, porque era incapaz incluso de escribir lo que había sucedido en su despacho. Mi cuerpo se negaba a seguir las órdenes que yo le daba.
—¿Estás segura? ¿Ha ido todo bien con ese vampiro?
—Sí, todo bien. Mañana iré a probarme el vestido del evento.
—Me encantaría verte —comentó ella, sonriendo—. Te quedará bien, seguro.
Le sonreí. A ella le habría encantado estar en mi lugar para poder llevar uno de aquellos vestidos del catálogo. De hecho, ella encajaría mucho mejor que yo en un evento benéfico. Sabría desenvolverse mejor con los conocidos de mi jefe, y sabría comportarse mejor. Yo, aunque haría mi mejor esfuerzo, no lo haría tan bien como mi amiga pelirroja.
—Deberías haber sido tú —no pude evitar decir—. Habrías hecho todo esto mucho mejor que yo.
—No, de ninguna manera —negó ella inmediatamente—. Yo habría intentado seducirlo, y creo que es evidente que habría sido imposible conseguirlo. Ese hombre es tan frío…
Al decir aquello, recordé lo que había sucedido en su despacho, y tuve que esforzarme por no sonrojarme y mantener una expresión más neutra. Debí de conseguirlo, porque mi amiga no lo notó y continuó hablando.
—Además, seguramente también enviarían mi currículum vitae, pero no me escogió a mí, sino a ti.
—Fue pura suerte. Yo soy buena en idiomas, y es el único motivo por el que me escogió.
Sin embargo, una parte de mí comenzaba a ponerlo en duda. Me había besado de manera tan apasionada que dudaba de que me hubiese elegido solamente por mi buen currículum. Se había interesado demasiado por lo que me sucedía, y parecía haberlo sentido de verdad al saber acerca de mi amnesia. No sabía si aquello significaba algo o si eran solamente imaginaciones mías.
—Sea cual sea el motivo por el que te escogió, eres buena —insistió Ariadna—. Podrás hacerlo.
—Es lo que espero.
No fui capaz de contarle nada más.
Aquella noche, me costó conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en aquel beso y en que, en aquel momento, habría dejado que Zigor Garay continuase haciendo lo que desease conmigo. Incluso lo habría dejado desangrarme bebiendo mi sangre, algo que ahora me resultaba impensable. Había tenido un momento de debilidad en el que había sido muy vulnerable, y no podía permitir que me sucediese de nuevo algo así.
Al día siguiente me encontraba nerviosa. No sabía qué esperar. Era posible que Zigor Garay actuase con total normalidad, como si no hubiese sucedido absolutamente nada, pero era más probable que no lo hiciese. Podía ordenarme no decir nada y volver a beber mi sangre o hacer cualquier cosa que desease. ¿Y qué podría hacer yo, en tal caso? Absolutamente nada. No podía dejar el trabajo siquiera.
Cuando llegué a la empresa, Estíbaliz se encontraba trabajando. Debía de haber comenzado pronto aquel día. Levantó la vista en cuanto me oyó llegar.
—El señor Garay te espera en su despacho —me informó—. Quería que fueses a verlo antes de comenzar a trabajar.
—Bien, gracias.
No esperaba verlo hasta horas más tarde, pero debía acudir. No tenía otra opción.
Llamé con los nudillos a la puerta de su despacho, y entré cuando escuché su voz dándome permiso para entrar. Me encontré, una vez más, a solas con él. Pero en aquella ocasión, sabiendo qué era capaz de hacer, mi nerviosismo era mayor que en los días previos.
—¿Quería verme, señor? —pregunté, fingiendo que no ocurría nada.