Tanto Ariadna como yo pasamos el fin de semana entero en el apartamento. Ninguna de las dos estaba de humor para salir ni para pensar en diversión.
Me había explicado el plan de Luken, y yo me había visto obligada a aceptarlo. Era un plan sencillo que podía marcar una gran diferencia en un momento como aquel, de modo que no había tenido otra opción. Era imposible negarme.
—Puede que acompañe a mi jefe a un viaje a Viena —le dije a Ariadna el domingo por la noche—. Por razones de trabajo.
A ella le habría parecido una idea pésima en cualquier otro momento, pero no en aquel. Sus padres estaban en la academia, al igual que todos los que nos importaban, y todos ellos se encontraban en peligro.
—Te pediría que te quedases si la situación fuese otra —admitió.
—¿Qué harás tú? Ahora que no trabajas en la empresa, puedes regresar a la academia.
Prefería que se mantuviese a mi lado, porque continuar sola sería complicado, pero había ya un plan en marcha y probablemente todo aquello terminaría pronto. Si decidía regresar a la academia y estar junto a sus padres por lo que pudiese suceder, no me enfadaría en absoluto.
—Estaré contigo hasta que todo esto acabe, y después volveré —me dijo—. Eres más que mi amiga, Liher, eres como mi hermana. No te dejaría sola.
Sus palabras provocaron una emoción en mí difícil de describir.
—Gracias, Ari.
—Liher, cuando te marches… no bajes la guardia —me pidió.
Yo no dije nada, pero aparté la mirada involuntariamente.
Aquel gesto le llamó la atención, y se levantó de la butaca donde estaba sentada en el salón para acercarse hacia donde yo me encontraba, sentada en el sofá. Mi cabello cubría las marcas de mi cuello para que mi amiga no pudiese verlas.
—Últimamente te has comportado de forma extraña —comentó mientras se sentaba a mi lado—. Como si estuvieses ocultando algo.
—Es por la misión. Estoy nerviosa por todo lo que ocurre.
—¿Estás segura?
—Claro que sí.
Por un momento pensé que se levantaría para marcharse.
Pero no lo hizo.
Ariadna alargó la mano rápidamente y rozó con las puntas de los dedos el cabello que cubría mi cuello. Yo, en una reacción veloz, traté de esquivarla inclinando mi cuerpo en dirección contraria, y el movimiento provocó que las marcas quedasen al descubierto. La orden de Zigor era que no le contase a nadie qué había ocurrido en su despacho ni lo que él era, pero Ariadna había sido capaz de descubrirlo ella misma.
—Te ha mordido.
No dije nada. No podía hacerlo. Las palabras no salían de mis labios por más que intentase hablar y explicarle todo lo que había sucedido. La orden de Zigor tenía demasiado peso.
—¿No vas a contarme lo que ha ocurrido? —preguntó, comenzando a molestarse por mi silencio. Sin duda creía que no hablaba porque no quería hacerlo.
No podía contarle que algo me impedía hacerlo, porque de aquella forma le estaría diciendo que mi jefe tenía el poder de dar órdenes y de que fuesen obedecidas. Lo único que pude hacer fue mirarla fijamente, apelando a la amistad que durante tantos años nos había unido, para que confiase en mí.
—Voy a ir con él a ese viaje, y vamos a derrotarlo —dije, imprimiendo en mis palabras más seguridad de la que realmente sentía.
—Pero ten cuidado. Aunque estemos en una misión, lo último que necesitamos es que ese vampiro se descontrole contigo y te mate. Liher, si ves que pierde el control y temes por tu vida, huye.
No le dije que Zigor tenía gran autocontrol, al menos a juzgar por lo que me había demostrado a mí, ni que no me sentía en peligro cuando bebía de mí. Estaba segura de que no reaccionaría bien si llegaba a saber que era yo quien le había pedido que me mordiese. Ningún otro cazador habría hecho algo similar. El odio natural hacia los vampiros se lo habría impedido.
—Puedes estar tranquila.
—No puedo estarlo sabiendo que irás a un país del centro de Europa acompañada por un vampiro que bebe tu sangre. Pero es la única opción que tenemos.
—Sí, es nuestra única opción.
La decisión estaba tomada.
Lo primero que hice al llegar a la empresa el lunes por la mañana fue dirigirme al despacho de mi jefe. No dejé mi chaqueta en mi puesto de trabajo, ni me entretuve encendiendo el ordenador. Mi objetivo era otro.
—Buenos días, Estíbaliz —dije al pasar por su lado, como hacía cada mañana.
Ella levantó la vista por un breve instante y me dedicó un gesto de cabeza, algo que no era típico en ella. Por un momento me pregunté si tendría algún problema conmigo o si simplemente tendría mucho trabajo aquella mañana. No quise dar demasiadas vueltas a algo que bien podía ser una nimiedad, por lo que continué adelante.
Llamé a la puerta del despacho de mi jefe con los nudillos, y la puerta se abrió. Milo se encontraba en el interior del despacho, aunque parecía estar a punto de salir.