Reece tragó en grueso al ver el rostro demacrado que la cobriza tenía. Una corriente de furia lo recorrió por completo al ver la herida que tenía en los labios, hinchados y con restos de sangre en ellos. Quiso arrancarse los cabellos y golpear todo a su al rededor al notar que tenía la corta ropa, que usaba por su culpa, toda desgarrada y arrancada de los extremos.
—Amy...
La envolvió entre sus brazos con fuerza en un desesperado intento por protegerla, por hacerla sentir mejor y que se sintiera segura entre sus brazos, como solía hacerlo.
Pero con lo tensa que estaba y por lo vacía que su mirada lucía, tan fría y carente de emoción, supo que era igual o peor que abrazar a una estatua, a alguien frío y sin emociones.
Sujetó las mejillas arañadas de la joven y le acercó el rostro al suyo hasta que sus labios se rozaron. Observó entonces los ojos claros de la muchacha, viendo aquella mirada gélida e inexpresiva que alguna vez pareció abrigarlo con tanta dulzura.
—Preciosa, ¿quién fue? —murmuró lentamente, acariciándole las mejillas y los pómulos heridos—. Dímelo —insistió alterado.
Estaba desesperado por saber quién fue el jodido idiota que hozó tocar a su Amy, por golpearlo hasta el cansancio y por hundir su puño en la garganta de aquel estúpido. Se creía enloquecer cada vez que imaginaba a alguno otro muchacho besando aquellos labios que lo ponían tan idiota, o recibiendo una dulce mirada de esos ojos que lo hacían suspirar incontables veces. Y verla así le rompía el corazón.
Porque, además, era todo culpa suya. Era su culpa por intentar cambiar a esa preciosa chica, a ella que la creyó tan débil e insignificante cuando, en realidad, era todo lo contrario.