Su Esposa Por Venganza

PRÓLOGO

Hanah era una niña tímida y soñadora, con algo de sobrepeso. A sus siete años ya amaba la lectura; sus cuentos favoritos eran aquellos donde aparecían princesas hermosas junto a príncipes valientes y gallardos, dispuestos a entregarlo todo por amor.

Su hermana mayor, Monique, en cambio, sí era una auténtica belleza. Hanah estaba segura de que, cuando tuviera la edad suficiente, encontraría un buen marido, tal como su madre solía decirle, convencida de que Monique se casaría con un hombre poderoso y guapo, que le daría nietos preciosos y bien educados.

Pero lo que realmente preocupaba a la señora Marshall era la obesidad y la timidez de su hija menor, Hanah.

—Cuando crezca, seguro dejará de ser gorda —dijo la señora Pear a la madre de Hanah.
—Estoy segura de que mejorará su aspecto —respondió la señora Marshall.
—Desde luego adelgazará al entrar en la pubertad. Pero si se convierte en una engreída insoportable, le costará encontrar marido. A los hombres no les interesan las mujeres con la nariz metida en los libros; les gustan las que son hermosas, las que pueden presumir… y, por supuesto, las que les den hijos guapos —añadió la señora Pear con tono desaprobatorio—. Yo que tú la mantendría vigilada. ¿Por qué trajo un libro a un picnic? Debería estar en el río, jugando con su hermana y los demás.

Hanah, avergonzada, abrazó su libro contra el pecho. No entendía por qué les parecía tan aberrante que prefiriera la calma de la sombra de un árbol, viajando por mundos fantásticos, en lugar de estar gritando y chapoteando en el agua. La vergüenza le ardía en las mejillas y deseó volverse invisible ante las dos mujeres que hablaban de ella como si no las oyera.

Cuando vio que su madre y la señora Pear regresaban junto al grupo de adultos, se sintió aliviada, aunque seguía cohibida de volver a abrir el libro.
Tal vez un día de picnic no fuera el lugar adecuado para leer, pensó la niña.

Era una reunión entre vecinos del pueblo, un caluroso día de verano a la orilla del río. Había cuatro familias: ocho adultos y nueve niños, contándola a ella. Su hermana y los demás jugaban animadamente en el agua; risas y gritos llenaban la tarde, mientras Hanah contemplaba la escena desde la sombra de un gran roble.

Nadie la había invitado a participar, y aunque lo hubieran hecho, no sabía nadar. Su hermana nunca se había tomado la molestia de enseñarle. Así que su única compañía eran sus libros.

Desde que había aprendido a leer, la lectura se había convertido en su refugio, su pasión y su mundo.

Al quedarse por fin sola, bajo la fresca brisa que su amigo gigante verde —el roble— le regalaba, Hanah sintió una emoción cálida al verse fuera de la atención de los demás. Volvió a abrir su libro.

Pero antes de alcanzar el párrafo donde se había quedado, un grupo de chicos llegó a la orilla del río montados en sus bicicletas, a unos pocos metros de ella. Tenían voces jóvenes y masculinas.

Hechizada casi al instante, vio que eran cuatro adolescentes. Llevaban shorts y camisas del mismo color, como si fueran parte de un uniforme. Mientras reían y gritaban, se quitaron las camisas, dejando al descubierto sus torsos atléticos y sudorosos. Saltaba a la vista que planeaban bañarse en el río.

“Quizá sean del campamento Ozark”, pensó Hanah. Era el único campamento de verano abierto en la zona, reservado para los hijos de familias adineradas… y pertenecía a la familia Prokopis.

Hanah apretó su libro contra el pecho y observó a un muchacho pelirrojo lanzarse al agua, seguido por otro de cabello oscuro y ojos verdes como esmeraldas, y luego los demás. Risas, salpicaduras, juegos. Hanah sonrió sin darse cuenta.

Entonces lo vio: el muchacho de ojos color esmeralda. Era el más alto del grupo, con la piel bronceada y el cabello negro como la noche, lo que hacía que el verde de sus ojos resultara aún más intenso. Tenía un cuerpo atlético y la miraba con curiosidad. Hanah se sonrojó, escondiendo el rostro tras su libro, deseando que este la tragara y la hiciera desaparecer.

—¡Oye, nerdita, dame eso! —gritó Rory, el hijo pequeño de la señora Pear, arrebatándole el libro de las manos.

Hanah se levantó enseguida y lo persiguió desesperada. Pero él era más rápido.
—¡Rory, devuélveme mi libro! —gritaba mientras corría tras él.

El niño, con una sonrisa maliciosa, corría en zigzag, sosteniendo el libro en una mano y un palo en la otra.
—Si lo quieres, rata gorda de biblioteca… ve y búscalo —le dijo, lanzando el libro al río.

Hanah soltó un grito horrorizado al ver cómo su tesoro flotaba sobre el agua. Sin pensarlo, la ira le recorrió el cuerpo; corrió hacia Rory y lo embistió con todas sus fuerzas, haciendo que cayera de bruces sobre la arena. El niño se raspó las manos, las rodillas y comenzó a llorar, pero de inmediato se incorporó furioso y le pegó con el palo en la frente, abriéndole un corte.

Antes de que pudiera golpearla otra vez, una mano firme le sujetó el palo desde atrás. Hanah levantó la mirada y se encontró con el chico de los ojos esmeralda. Había presenciado todo.

—Déjala en paz, bravucón —le dijo el joven con voz firme—. ¿Cómo te atreves a lastimarla así? Te daré tu merecido.

Rory rompió a llorar y salió corriendo hacia su madre, gritando despavorido.

—¿Estás bien? —preguntó su héroe, mirándola fijamente. Tomó su camisa y la presionó suavemente sobre la herida para detener la sangre.




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