Su Esposa Por Venganza

CAPÍTULO I

A Hanah Marshall no le hacía mucha ilusión asistir al baile anual de máscaras. Todos los años anteriores encontraba una buena excusa para no tener que hacerlo.

Desde que tenía memoria, la familia Prokopis —una de las más ricas y poderosas de la ciudad— organizaba el tradicional festival de máscaras para dar inicio al invierno y celebrar el fin de la cosecha. Durante esa noche abrían las puertas de su imponente mansión señorial, casi palaciega, para que los habitantes del pueblo disfrutaran de una velada mágica en los jardines de la propiedad, un laberinto clásico rodeado de altos setos.

Era el acontecimiento más importante de Snowfiel, un pequeño pueblo enclavado en las montañas de Oregón. La región vivía del vino: viñedos extendidos a lo largo del valle producían el mejor merlot jamás probado, gracias a su suelo fértil.

Hanah, que había estado enamorada de Ares Prokopis desde niña, no sentía entusiasmo alguno por asistir. No quería ir a la casa de su príncipe de juventud para ver cómo todas las chicas casaderas del pueblo se desvivían por llamar su atención, mientras ella se limitaba a observarlo desde lejos y seguir soñando con él cada noche. Sabía que Ares estaba muy por encima de su alcance: ella era solo una chica humilde, que había pasado su adolescencia siendo “la hermana pequeña y gorda de Monique”, la chica más bella y popular de la localidad.

Hanah estaba absorta en sus pensamientos detrás del mostrador de la librería donde trabajaba, cuando su hermana mayor, Monique, entró acompañada de su inseparable séquito: Linda Watson y Barbara Reint. Las tres eran amigas desde la secundaria y continuaban siéndolo. Hanah nunca entendió cómo aquella amistad había perdurado tanto.

El tiempo había hecho a Monique aún más bella… y también más insoportable. Muchos hombres la deseaban y competían por su atención, pero ella parecía no interesarse por ninguno. Solo disfrutaba de coquetear, de ser el centro de todas las miradas. Monique sabía lo hermosa que era; había crecido escuchándolo. Había heredado la belleza de su madre: rubia, alta, de ojos azul claro y figura esbelta.

Hanah, en cambio, había heredado los rasgos de su padre. Su cabello era color caoba, lleno de rizos rebeldes que caían hasta su cintura. Tenía grandes ojos grises, pestañas largas y tupidas, labios gruesos y una piel clara que el sol acariciaba con suavidad. Ya no era la niña obesa de antes; ahora tenía curvas bonitas, aunque no fuera del todo consciente de ello. Agradecía que la pubertad hubiera sido generosa con su cuerpo, aunque a veces deseaba tener el cabello rubio y liso de su hermana… y la misma facilidad para hablar con la gente.

Hanah no tenía amigos. Era reservada, solitaria. La única persona con quien mantenía conversaciones interesantes era la señora Rose, propietaria de la librería donde trabajaba desde antes de graduarse de la preparatoria. Había solicitado una beca universitaria, pero solo le habían aprobado la mitad, así que debía ahorrar cada centavo para poder estudiar.

Monique, por su parte, se burlaba de sus esfuerzos. Decía que su plan de vida era casarse con un hombre rico que la mantuviera y le diera los lujos que “merecía”. Tenía cinco años más que Hanah, quien apenas había cumplido veinte, y aún dependía económicamente de sus padres. Ni siquiera hacía el intento de buscar trabajo.

—Me enferma verte siempre tan aburrida —dijo Monique, sacando a Hanah de sus pensamientos—. Pero mamá me pidió que te recordara que esta noche debes asistir al baile. Quiere presentarte a un pretendiente… ¡como si eso fuera posible! —se burló, y sus amigas soltaron carcajadas—. También quiere saber cómo será tu disfraz.

—Hola, Moni, me alegra verte también. Hola, chicas —saludó Hanah con sarcasmo—. Dile a mamá que sí iré. Ya le había dicho que iré de la diosa Afrodita. —Señaló el vestido que colgaba detrás del mostrador: un hermoso traje rojo con un antifaz brillante a juego.

Las tres amigas intercambiaron miradas cómplices y rieron por lo bajo. Hanah no entendió el motivo, pero no les dio importancia.

—¿De dónde lo sacaste, de una tienda de antigüedades? —se burló Monique.
—Sí, lo que digas —replicó Hanah con fastidio, acostumbrada ya a sus burlas.

—En fin, ya cumplí con darte el recado —dijo Monique antes de salir de la tienda, seguida por sus amigas.
—Muy considerado de tu parte —le gritó Hanah, pero su hermana ya había cerrado la puerta.

Esa noche, Hanah llegó a la mansión Prokopis ataviada con su hermoso disfraz de la diosa del amor. El antifaz cubría la mitad de su rostro; había recogido su cabello en un moño alto, dejando al descubierto su espalda. Su silueta se veía elegante, sensual. Los tacones le daban un poco más de altura y, con ello, confianza.

El lugar estaba repleto de gente. Las personas bebían, reían y bailaban bajo las luces colgantes del jardín. Ya pasaban de las diez de la noche, por lo que la fiesta estaba en su punto.

No había tenido intención real de ir. Había pasado el día refugiada en el inventario de la librería, pero, a última hora, la señora Rose la convenció.

Así que allí estaba: entre las sombras, en un rincón, procurando pasar desapercibida. No quería encontrarse con su hermana ni con su séquito insoportable. Mucho menos enfrentarse a los intentos de su madre por emparejarla y disuadirla de ir a Carolina del Norte a estudiar.

Ya tenía suficiente con estar en la mansión de los Prokopis… y saber que, en algún lugar de esa multitud, se encontraba Ares Prokopis, el hombre que había habitado sus sueños desde la infancia.




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