Hanah estaba entretenida observando a unos niños que hacían travesuras debajo de la mesa de banquetes, sin percatarse de que alguien se le había acercado por detrás y la observaba en silencio. Cuando notó su presencia, se sobresaltó: no lo había escuchado entre tanto ruido.
—Disculpe, no fue mi intención asustarla —dijo el hombre desde las penumbras. Su voz era profunda, tranquila… y peligrosamente sensual.
Cuando el recién llegado salió de las sombras que lo cubrían, Hanah se fijó en su imponente figura. Llevaba un disfraz de pirata; el antifaz solo le cubría los ojos y parte de la nariz, pero esos ojos verdes, tan intensos y brillantes como esmeraldas, eran inconfundibles. Se trataba de Ares Prokopis: su príncipe encantado de la infancia, su héroe adolescente… y su amor imposible.
Había soñado, imaginado y anhelado tanto ese rostro que habría podido reconocerlo incluso en la más profunda oscuridad.
Había pasado casi un año desde la última vez que lo vio. Entonces, él había entrado en la tienda de libros acompañado de una hermosa chica rubia —algo bastante habitual en él—. No reparó en Hanah, como siempre, y así como llegó, se fue. Ella pasó el resto del día fantaseando con ser aquella mujer a su lado.
Pero ahora lo tenía frente a ella. Y podía detallarlo con calma: su cabello negro como el ébano caía hasta los hombros; una fina argolla de oro adornaba su oreja, dándole un aire misterioso y peligroso que a Hanah la fascinaba. Su estatura era intimidante, su pecho firme y los hombros anchos. Sostenía una copa de vino en una mano y, en la otra, un vaso con una bebida ámbar que le ofreció con elegancia.
—Su trago, mi diosa Afrodita —dijo él con voz aterciopelada.
A Hanah le pareció un gesto encantador. Supuso que, como buen anfitrión, se encargaba de atender a sus invitados… aunque jamás imaginó que repararía en ella.
—Gracias —respondió la joven, recibiendo la copa.
El roce de sus dedos con los de él la estremeció. Un temblor involuntario recorrió su cuerpo ante aquel contacto.
No estaba acostumbrada a beber alcohol, pero aquella noche haría una excepción. No podía despreciar la amabilidad de su caballero. Se llevó la copa a los labios y bebió todo el contenido de un solo trago, lo que le provocó una breve tos.
—Disculpe —dijo apenada.
Él sonrió con una expresión cargada de insinuación y se inclinó hacia ella para hablarle al oído, por encima del estruendo de la música.
—¿Quieres ir a un lugar más privado? Donde podamos hablar sin gritar —susurró con tono seductor.
Hanah apenas podía creerlo. Ares Prokopis quería estar a solas con ella.
Sin embargo, comenzó a sentirse algo mareada. Lo atribuyó al alcohol; su cuerpo no estaba acostumbrado. Sin pensarlo dos veces, aceptó su invitación y dejó que su apuesto corsario la guiara.
Ares la tomó de la mano y la condujo por unas grandes puertas que daban a los jardines de la mansión. El laberinto de setos se extendía bajo la luz plateada de la luna. El aire olía a vino y a invierno. Él avanzaba delante de ella, firme y seguro, y Hanah lo seguía sin oponer resistencia.
Se sentaron en un banco de madera cerca de una fuente coronada por una estatua que ella no alcanzó a distinguir; la imagen parecía moverse ante su vista nublada. Sentía el cuerpo ligero, los pensamientos dispersos.
Ares se inclinó hacia ella y rodeó su cintura con ambas manos. Hanah supo que debía apartarse, pero su cuerpo no le obedecía. Era como si alguien más la controlara.
Los labios de Ares rozaron su piel, desde el lóbulo de su oreja hasta la línea del escote. Un calor abrasador la recorrió. Cuando su boca atrapó la de ella, Hanah se perdió en un torbellino de sensaciones. El beso se volvió urgente, hambriento. Él murmuraba palabras que ella no alcanzaba a comprender. Su mano bajó hasta el cierre del corsé y lo abrió, dejándole el pecho desnudo.
Su corazón latía con fuerza. Cuando Ares comenzó a besar sus senos, entendió que no había vuelta atrás. Él la haría suya, y ella lo permitiría, porque lo deseaba con una intensidad que dolía.
Giró el rostro para buscar sus labios; él la levantó y la sentó sobre su regazo. La dureza que sintió bajo ella la hizo jadear. La pasión los devoraba. Ares la cubría de besos desesperados, y Hanah le respondía con la misma entrega.
Sus manos bajaron la delicada tela de su ropa interior; los vaqueros de él cayeron al mismo tiempo. La sentó nuevamente sobre él y la penetró.
Cada célula del cuerpo de Hanah ardía. Llevó los dedos temblorosos hasta los botones de su camisa y los desabrochó con torpeza. Su pecho era perfecto, tal como lo había imaginado: parecía un dios griego hecho carne.
Él se quitó el antifaz, y luego retiró el de ella.
—¿Hanah...? ¿Eres tú? —murmuró sorprendido.
Pero ella no lo escuchó.
Lo besó con osadía, y él no pudo resistirse a su arrebato. La sujetó por las caderas y volvió a embestirla. Ella gimió, un sonido que lo hizo detenerse.
—¿Eras virgen? —preguntó incrédulo.
Hanah no respondió; seguía acariciando su pecho, besándolo. Él la siguió, rendido al deseo. La hizo suya allí mismo, bajo la luz pálida de la luna.