POV Valentina
El rugido del motor me hizo sonreír. Sentir cómo el volante del Aston Martin DB11 respondía a cada movimiento era casi… terapéutico.
Mi hermano mayor siempre decía que nací con gasolina en las venas, y quizás tenía razón. Crecer entre cuatro hombres en un pequeño pueblo de Texas significaba aprender a cambiar una llanta antes que a maquillarme. Y, claro, manejar cualquier cosa con ruedas, desde camionetas viejas hasta autos de carrera.
Pero este auto no era mío.
Era de Lucas, un empresario que me lo prestó para “probarlo” como favor mientras cerrábamos un trato que yo estaba desesperada por conseguir. No podía devolverlo con un solo rasguño si quería mantener esa oportunidad… y mi reputación.
Así que, cuando un Maserati negro se atravesó de la nada en esa curva de Malibú y rozó mi defensa como si yo fuera invisible, sentí que la sangre se me subía a la cabeza.
—¡Imbécil! —grité, aunque sabía que él no me oía.
Mi hermano Sam siempre decía que los hombres con autos caros se creían dueños del mundo. Ese Maserati negro lo confirmaba.
El Maserati frenó. De él bajó un hombre alto, con un traje perfectamente ajustado que parecía sacado de una revista de negocios, y un rostro que podría haber sido tallado en mármol si no fuera por la arrogancia que desprendía.
El imbécil ni siquiera se disculpó. Solo dejó una tarjeta con su nombre grabado en dorado —Sebastián B. Anderson— y se marchó como si yo fuera un simple bache en su día perfecto.
Lo vi alejarse y algo en mí hizo clic. ¿Qué clase de hombre hacía eso? ¿Choca, deja una tarjeta y espera que yo me quede ahí como una idiota?
No. Ni hablar.
Metí primera, el rugido del Aston Martin me respondió cuando apreté el acelerador. No podía darme el lujo de devolver este auto con un rasguño, pero tampoco podía dejar que ese hombre se saliera con la suya.
Lo alcancé en cuestión de segundos. Él miró por el retrovisor y, para mi sorpresa, sonrió. No una sonrisa amable. Una sonrisa de alguien que estaba… disfrutando.
—Perfecto —murmuré, subiendo la velocidad.
Entramos en una curva cerrada y, por instinto, hice el cambio de peso y giré como me enseñaron mis hermanos cuando competíamos por diversión en las pistas de Texas. El Aston Martin respondió con suavidad. Pude ver su ceño fruncido a través del cristal oscuro del Maserati.
—¿No te esperabas esto, eh, millonario arrogante? —susurré.
En la siguiente recta, él aceleró más, casi provocándome a seguirlo. Y lo hice. No porque quisiera pelear, sino porque… Dios, había algo adictivo en sentir la carretera, el viento, y ese extraño juego que se había formado entre nosotros.
Pero la diversión terminó cuando giró de repente hacia un portón de hierro negro. Dos guardias uniformados se abrieron para dejarlo entrar y, cuando intenté seguirlo, bajaron las barreras frente a mí.
—Señorita, este es un club privado. No está en la lista —dijo uno, con un tono seco.
—¿En serio? ¿Acaba de entrar un tipo que casi me destroza el auto y me dejan afuera? Necesito hablar con él.
—Sin invitación, no hay entrada. Puede esperar afuera.
—¿Esperar? —Mi voz subió un poco más de lo que pretendía. Me crucé de brazos, fingiendo calma mientras sentía mi orgullo retorcerse—. Dígale a Sebastián Anderson que Valentina Hayes no se va a ir hasta que dé la cara.
El guardia ni se inmutó.
—Puede quedarse aquí. O llamar a un abogado. Lo que prefiera.
—Perfecto —espeté, dándole un paso atrás al Aston Martin y aparcándolo justo al frente del portón. Me bajé y apoyé en el cofre. Si ese hombre pensaba ignorarme, se equivocaba.
Mientras esperaba, el sol de la tarde reflejaba en los ventanales del club. La fachada era todo mármol y columnas, con autos de lujo estacionados como si fueran juguetes. Este no era mi mundo… pero tampoco iba a dejar que me aplastaran.
POV Sebastián
El Maserati devoraba el asfalto, pero no podía ignorar la sensación de que alguien me seguía. Miré por el retrovisor y ahí estaba: el Aston Martin plateado que había golpeado hacía unos minutos, pegado a mí como una sombra.
Fruncí el ceño, luego sonreí.
No cualquiera podía seguirme así. No con esa precisión en las curvas. No con esa agresividad controlada. Esa mujer sabía manejar.
Aceleré un poco más, probando si era casualidad o talento. Ella respondió, entrando detrás de mí con una línea perfecta, como si estuviéramos en una pista de carreras.
Sentí algo que hacía mucho no me pasaba: diversión.
—Interesante… —murmuré, con una sonrisa que hacía meses no me nacía de verdad.
Hacía tiempo que nada me sorprendía. Todo en mi vida era predecible: juntas, contratos, una familia que decidía por mí, una exnovia que no entendía la palabra “ex”. Pero esa mujer desconocida, con su furia al volante, me hizo sentir vivo otra vez.
Giré bruscamente hacia la entrada del Pacific Crest Club, un lugar donde solo los nombres más poderosos de California podían entrar sin una invitación. Quería ver si se atrevía a seguirme hasta ahí.
Por supuesto, lo hizo.
Aunque los guardias la detuvieron antes de que pudiera pasar.
Yo bajé del auto, ajusté mi corbata y dejé que la sonrisa traviesa se desvaneciera. Tenía una reunión familiar que preferiría evitar… pero quizás esa desconocida podría hacerla un poco más interesante.
El interior del club estaba tan sofocante como siempre: trajes caros, risas falsas y la mirada calculadora de mi madre, Isabel, brillando desde una mesa central.
—Sebastián, cariño, llegas tarde —dijo, besándome en la mejilla. Su voz siempre sonaba dulce, pero sabía que cada palabra estaba pensada como una orden velada—. Los Lancaster ya están aquí. Mariana luce divina, ¿verdad?
Mariana Lancaster, con su vestido rojo ajustado y esa sonrisa perfecta que nunca llegaba a sus ojos, me saludó con un beso en la mejilla.
—Seb, siempre tan… puntual.
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Editado: 14.08.2025