Ese día, la panadería estaba más llena de lo habitual. Los clientes iban y venían sin cesar, llenando el lugar con risas, charlas y el inconfundible aroma a café recién hecho y pasteles horneados. Se había convertido en uno de los favoritos de la Calle Way, y aunque ese éxito la hacía sentir orgullosa, también traía consigo una sensación incómoda.
Alexa estaba inquieta.
Era una sensación difícil de explicar, pero lo sabía: alguien la estaba observando. Lo sentía en la piel, en la tensión que se le alojaba en la nuca y le hacía girar la cabeza en busca de algo… o alguien. Pero cada vez que miraba alrededor, solo encontraba rostros familiares, clientes de siempre, personas disfrutando de su tarde.
Respiró hondo, tratando de calmar su paranoia. Quizá estaba imaginando cosas. Quizá eran los recuerdos volviendo a acecharla. Pero, ¿y si no? ¿Y si realmente había alguien allí, en algún rincón, acechándola entre las sombras de su propio éxito?
El reloj marcó el final del turno, y poco a poco los clientes fueron saliendo. Alexa se encargó de despedir a sus empleados, agradeciendo su trabajo. Antes de cerrar, un cliente se acercó a la barra. No era cualquier cliente. Era él.
—¿Ni hoy aceptarás una invitación a cenar? —preguntó con una sonrisa ladeada, apoyando los codos en el mostrador.
Alexa rodó los ojos con una sonrisa contenida. Lo había intentado varias veces, pero hasta ahora, ella siempre encontraba una excusa para evadirlo.
Gabriel.
Era un hombre con una presencia que no pasaba desapercibida. Alto, de cabello negro y ojos oscuros como la medianoche, con una mandíbula fuerte y una expresión que mezclaba confianza y picardía en igual medida. Su cuerpo atlético hablaba de disciplina, pero lo que más destacaba en él era su sonrisa: una de esas sonrisas que parecían diseñadas para hacer estragos con esos braques.
—¿No te cansas de insistir? —preguntó Alexa, cruzándose de brazos.
—Digamos que disfruto del reto —respondió él, inclinándose ligeramente hacia ella—. Además, tengo la sospecha de que, en el fondo, ya quieres decir que sí.
Alexa soltó una risa ligera, y por primera vez en mucho tiempo, permitió que el juego de coqueteo fluyera. Era encantador, era insistente, y de algún modo, su presencia la hacía sentir segura en medio de su incomodidad persistente.
—Tal vez —musitó, observándolo de reojo.
Gabriel sonrió de manera triunfal, como si supiera que su paciencia estaba dando frutos. Cuando la vio apagar las luces y asegurarse de que todo estaba en orden, se ofreció a acompañarla hasta el cierre. Alexa, para su sorpresa, aceptó sin poner resistencia. Había algo en él que le daba paz, o quizás era simplemente el deseo de aferrarse a algo normal, algo lejos de los fantasmas que todavía la acechaban.
Al salir, la brisa nocturna la hizo estremecerse. Gabriel, a su lado, caminaba con naturalidad, como si ese pequeño gesto de acompañarla fuera lo más común del mundo. Al llegar a la esquina donde tomaría un taxi, él se giró hacia ella.
—Entonces, ¿este fin de semana? —preguntó con el mismo tono confiado de siempre.
Alexa dudó un segundo. Miró sus ojos, el brillo de expectativa en ellos, la manera en que parecía realmente complacido con la idea de que ella aceptara.
—Este fin de semana —confirmó.
Gabriel sonrió, satisfecho.
Mientras el taxi se detenía frente a ella, Alexa le entregó una pequeña caja blanca.
—¿Qué es esto? —preguntó él, arqueando una ceja.
—La caja de recomendaciones —respondió ella con una sonrisa nostálgica—. Fue una de las primeras ideas que tuve para mejorar la panadería. Los clientes dejan sugerencias, opiniones… cosas para mejorar.
Gabriel la sostuvo en sus manos, girándola con curiosidad.
—¿Y por qué me la das a mí?
Alexa lo miró fijamente, con una chispa de diversión en los ojos.
—Porque tengo la ligera sospecha de que gran parte del éxito de mi repostería se debe a ti.
Gabriel dejó escapar una risa suave y negó con la cabeza.
—Tal vez —admitió, observándola mientras el taxi se alejaba.
Y ella, por primera vez en mucho tiempo, sintió que el miedo no era lo único que definía su historia.