El día transcurría con normalidad, al menos en apariencia. Desde temprano, el ambiente en la panadería estaba más animado de lo usual. Pero lo que realmente llamó la atención de Alexa fue la presencia constante de aquel hombre de sonrisa pícara y sus característicos brackets. Su atractivo natural era innegable, y su carisma parecía llenar cada rincón del lugar.
Él no se limitó a su típico café y breve conversación. No, esta vez se quedó todo el día. Pedía café tras café, observaba a los clientes y, de vez en cuando, recogía pedidos especiales y los entregaba a personas que Alexa nunca antes había visto. La escena le pareció curiosa, pero no alarmante. Lo que sí la inquietó fue la reacción de Tomás, el cajero. Se notaba incómodo cada vez que aquel hombre realizaba el mismo procedimiento. Era como si lo conociera y no le tuviera precisamente aprecio. Algo en la manera en que Tomás desviaba la mirada y apretaba la mandíbula le hizo pensar que había algo más detrás de todo aquello.
A pesar de su desconcierto, Alexa disfrutó del juego de coqueteo. Sabía que el hombre hablaba en serio cuando le insinuaba lo mucho que esperaba la noche especial que tenían planeada. Lo decía con los ojos, con la intensidad de su mirada fija en ella. Alexa se sorprendió a sí misma sintiendo emoción por la idea. Hacía mucho que no experimentaba esa chispa de ilusión.
Cuando llegó la hora de cerrar, el hombre la acompañó hasta el taxi, sosteniendo la caja de “recomendaciones”, la cual siempre revisaba en casa.
—¿Aún no quieres saber mi apellido? —preguntó con su tono seductor, una mezcla de intriga y picardía.
Alexa sonrió levemente, con ese mismo aire juguetón que había tenido el primer día que hablaron. La escena se repetía como un eco del pasado. Recordaba cuando ella le había preguntado para quién era el café, y él, con esa sonrisa ladeada, respondió: “Hombre misterio”. Desde entonces, ella lo llamaba así, y aunque él había intentado en varias ocasiones revelarle su apellido, ella siempre encontraba la manera de evadir la respuesta o distraerlo con algún truco.
—No, hombre misterioso —respondió con un guiño antes de subir al taxi.
—Mi nombre es Gabriel —susurró él justo antes de cerrar la puerta, dejándola con la intriga latiéndole en el pecho.
El viaje a casa fue tranquilo, como si la sensación de peligro que la había seguido en los últimos días se disipara momentáneamente. Hablar con Gabriel la relajaba, la hacía sentirse segura, como si pudiera permitirse bajar la guardia solo por un instante.
Cuando llegó a su apartamento, se dio una ducha caliente, dejando que el agua le limpiara no solo el cansancio del día, sino también los restos de ansiedad que todavía la acechaban en rincones oscuros de su mente. Luego, se acomodó en su cama y decidió abrir la caja de recomendaciones.
Pero algo estaba mal.
La caja estaba más liviana de lo normal. Su piel se erizó con una sensación de peligro inminente. Abrió la tapa con manos temblorosas y, al ver su contenido, el aire abandonó sus pulmones. Su sangre se congeló.
No había sugerencias de clientes, no había notas sobre mejoras. Solo papeles con mensajes escritos en una caligrafía que conocía demasiado bien.
Dustin.
Lo supo en el instante en que vio las palabras meticulosamente trazadas con su letra perfecta, la misma que una vez le había parecido encantadora, pero que ahora le helaba la sangre.
“Te encontré.”
“Eres mía.”
“¿Quién es ése?”
“Pensaste que podías esconderte.”
“Nadie te quiere como yo.”
“Mío. Siempre mío.”
“Cada vez que cierres los ojos, estaré ahí.”
Y así, decenas de notas más, repetidas con una precisión obsesiva. Su vista se nubló y sintió cómo su pecho se comprimía en una espiral de terror. El aire parecía volverse denso, imposible de inhalar. Sus manos temblaban tanto que dejó caer la caja al suelo, esparciendo las notas por toda la habitación.
Se llevó las manos a la boca para ahogar un grito y cerró los ojos con fuerza, tratando de convencerse de que esto no estaba pasando. Pero sí estaba pasando. Dustin la había encontrado. No era una alucinación, no era su mente jugándole una mala pasada. Era real.
Pasó la noche en vela, con el corazón latiéndole en los oídos y el cuerpo temblando de ansiedad. Los recuerdos la asfixiaban: el sonido de su voz, la forma en que la miraba, el modo en que se adueñaba de cada parte de su vida sin que ella pudiera detenerlo.
Sabía que estaba en peligro. Sabía que esto era solo el principio.