Su talismán

4.1

El despertador rompe el silencio a las siete en punto, y yo casi muero del simple hecho de aceptar que el nuevo día ya empezó. En serio, siento que mi cerebro aún no ha arrancado y que mi cuerpo se niega, física y moralmente, a despertarse. Intento empujarme con una mano fuera de la cama, pero es como si el colchón me hubiese absorbido. Joder. Esta fue, sin duda, la peor noche de mi vida.

Lili lloró casi sin parar. Sara la paseaba por la habitación, intentaba calmarla, darle medicinas, arrullarla. Yo ayudé en lo que pude, pero está claro que en este tipo de cosas soy un completo inútil. En un momento, Sara estuvo a punto de romper a llorar también, así que tomé el turno nocturno: me quedé con la pequeña. No lo hice muy bien, creo, porque siguió llorando hasta que se durmió por puro agotamiento.

Y ahora… partido. Importante. Si miento otra vez diciendo que estoy enfermo, el entrenador me va a enterrar vivo detrás del estacionamiento del estadio.

Resoplo, me obligo a levantarme, me estiro el cuello entumecido, me froto los ojos y me dirijo a la ducha, esperando que el agua fría me devuelva la dignidad. No doy ni tres pasos cuando piso algo blando. Y eso blando… chilla.

Mi corazón da un vuelco. Pego un salto como si acabara de activar una mina. Miro hacia abajo. Es una jirafa de peluche. Dios. Casi me muero. Ni en el hielo, ni en una pelea callejera. Una maldita muerte por infarto cortesía de un juguete infantil.

Suspiro, levanto a ese condenado animalito y lo dejo cuidadosamente en el sofá. Esto es lo que significa “una casa no apta para niños”.

Cinco minutos después, algo más despierto gracias al agua helada, meto el uniforme en la bolsa. El cansancio todavía se me cuelga encima como una manta húmeda, pero al menos parezco funcional.

No quiero despertar a Sara. Por fin está dormida. Lo necesita más que yo.

Encuentro una hoja en blanco y escribo una nota rápida:

“Estoy en el partido. Cualquier cosa, llama. Te dejo los números: el mío, el de mi madre, un taxi, emergencias y la farmacia más cercana. Que Lili se mejore, y tú descansa. —Hunter”

La dejo sobre la mesa de la cocina. Me detengo un segundo y escucho el silencio que hay en la casa. Hace unos días, esto era una cueva de soltero. Ahora hay juguetes por todas partes y ropa diminuta secándose en la terraza.

Niego con la cabeza.
Ni hablar.
Nada de hijos hasta dentro de diez años, mínimo.

Me estaciono frente al estadio y suspiro al ver las caras familiares de mis compañeros. Ya están aquí. Y por la expresión que traen, no me voy a librar fácilmente de lo de ayer.

—¡Por fin apareces! —salta Maxwell, nuestro centro titular—. ¿Te quedaste tan a gusto en esa cama ajena que no pudiste mover el culo hasta el entrenamiento?

—Esta vez estaba en mi propia cama —gruño, bajando del coche y agarrando mi bolsa.

—Pero no solo, ¿cierto? Vamos, dinos. ¿Estaba buena? ¿Suficientemente sexy como para justificar la furia de Koval? —Trey, nuestro defensa, sonríe como un depredador.

Resoplo. Me esfuerzo por no reaccionar. Claro. ¿Qué más podrían pensar? Ayer no aparecí, tengo pinta de zombie y encima llego tarde.

—Siempre igual —añade Jake, nuestro segundo centro—. Entre una fanática y un entrenamiento, tú siempre eliges a la fan.

A lo lejos está el entrenador, con cara de “si no cierran la boca en tres segundos, los voy a hacer hacer abdominales hasta que vomiten”.

—Lo que pasa es que me tienen envidia —murmuro, pasando entre ellos camino a la entrada.

—¡Claro! Y encima nunca compartes detalles —dice Trey.

—Porque no tienen por qué saberlos.

No voy a hablarles de Sara. Es algo personal. Y no solo porque sea la hermana de Oliver. Algo me dice que a ella no le gustaría que la mencionaran en los vestuarios.

El partido contra los “Lobos del Norte” promete ser brutal. No son solo rivales. Son enemigos. Juegan sucio, duro, y no les importa si te rompen. Odio a su capitán —Murphy. El conflicto con él viene de lejos. Desde que, en unas pruebas juveniles, le robé a la novia. Ya ni recuerdo cómo se llamaba, pero lo que salió de Murphy en aquel entonces… apestaba.

Ha intentado dejarme fuera del juego más de una vez. Hoy lo intentará otra vez.

Apenas mis patines tocan el hielo, la adrenalina me recorre las venas. La luz de los focos me ciega. El rugido del público lo inunda todo. Solo queda el hockey.

Respiro hondo.

Silbato. Arrancamos.

El juego es tenso. Cada pase, cada ataque, termina en choques. Los “Lobos” presionan psicológicamente. Murphy va directo por mí. Busca mi punto débil.

—¿Listo para perder, Reeves? —masculla cerca de la banda—. Hoy te destruyo.

—Ya lo intentaste. Te fuiste con la nariz rota —le sonrío sin alegría—. Repetimos cuando quieras.

Gruñe. Por ahora, se mantiene dentro de las reglas.

Segundo periodo.

El ritmo sube. Murphy es una bomba a punto de estallar. Y yo tengo que estar listo. Y ahí está. Se lanza sobre nuestro delantero, Carson. Lo empuja contra el cristal.

Tiro el stick y me abalanzo sobre él.

—¡Suéltalo, Murphy! —grito, chocando contra su pecho.

—Oh, el salvador ha llegado —se ríe, apretando más fuerte.

—Última vez que te lo digo. Suéltalo.

Se inclina hacia mí.

—Hazme.

Mi cabeza hace clic.

Le salto encima. Nuestros cascos chocan, los patines desgarran el hielo, rodamos hasta el centro de la pista. Siento la adrenalina. Aprieto los puños.

Todos saben lo que viene.

El público contiene la respiración. Les encantan estas escenas.

Pero el silbato del entrenador corta el aire como un cuchillo.

—¡REEVES! —grita desde la banda—. ¡Te voy a matar, maldito!

Mierda.

Sigo sujetando a Murphy por el cuello del uniforme.

—¡Juegan sucio! ¡¿No viste la provocación?!

—¡Y tú te dejas provocar como un imbécil! —ruge Koval—. ¿Quieres calentar el banco de penalti?



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En el texto hay: humor, amor, niña

Editado: 14.05.2025

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