Las mañanas son la peor parte del día. Y eso que mi trabajo me obliga desde hace años a levantarme con el primer rayo de sol, pero aún no logro acostumbrarme. Odio madrugar. Si por mí fuera, decretaría por ley que nadie se levantara antes del mediodía. ¡Y punto!
Pero esta mañana... esta se lleva todos los premios. Apago la alarma y empiezo a recuperar la conciencia. Entonces siento algo frío y pegajoso en mi mejilla. Mi cerebro aún no ha arrancado, así que al principio pienso que es agua. Pero cuando noto que esa sustancia se esparce como una pasta espesa, abro los ojos.
Y ahí está Lili. Sentada sobre mi almohada, con el ceño fruncido de concentración, como si estuviera pintando un cuadro, me embadurna la cara con yogur.
—¡Ántel!
¿¡Aprendió mi nombre!? ¡Qué mona!
Me giro hacia un lado para evitar que el yogur me entre en la nariz. Y, como castigo por interrumpir su sesión de belleza, me da con la cuchara en la frente.
—¡Ya basta! —intento apartarla de mi cara.
Lili sonríe feliz y me muestra orgullosa el vasito de yogur casi vacío.
—¡Guácala!
—Guácala es despertarte con algo viscoso en la cara, como si alguien te hubiera vomitado encima.
Agarro unas servilletas de la mesita de noche y empiezo a limpiarme. Lili aplaude encantada, sin tener idea de que estoy a medio segundo de llamar a Oliver y rogarle que venga a recoger a su familia.
Justo entonces, la puerta se abre de golpe y aparece Sara, con el pelo envuelto en una toalla.
—¡Oh, Dios! —se lleva la mano a la boca y corre hacia nosotros—. ¡Lili! ¡Te dejé en la sala viendo dibujitos!
Las servilletas no dan abasto, así que me limpio el cuello con la sábana. Total, ya hay que lavarla.
—Parece que decidió que yo soy más entretenido que los dibujos.
Lili ríe y salta sobre mi estómago, poniéndome a prueba como si fuera un trampolín humano.
—¡Ántel guácala!
—¡Ántel no era guácala hasta que tú lo hiciste! —gruño, levantándome poco a poco.
Sara aparta la vista, visiblemente incómoda al notar que no llevo camiseta. Que dé gracias de que anoche dormí con pantalón. Normalmente duermo... sin nada.
—Solo fui un minuto a lavarme el pelo… No pensé que podría subir hasta tu habitación.
—Pues lo logró —abro los brazos, dramático—. Felicidades, Sara. Tu hija es una ninja. Las escaleras no la detienen. Para qué me mudé abajo…
Sara se disculpa sin parar mientras se lleva a la pequeña y desaparece del cuarto. Yo me resigno y me voy directo a la ducha.
Mi rutina matutina tarda el doble de lo normal porque gracias a la limpieza de Sara, ahora todo en el baño está cambiado. No encontraba mi gel, ni la cuchilla, ni la esponja. ¡Ni siquiera sabía que había repisas detrás del espejo!
Al fin estoy limpio, vestido, casi feliz... y listo para irme al trabajo. No hay tiempo para desayunar, pero igual no suelo hacerlo en casa. Generalmente compro algo en la gasolinera o me preparo un batido de proteínas antes del entrenamiento.
Tomo mi bolso con el uniforme y voy directo a la mesita donde siempre dejo las llaves del coche. Pero hoy... no están.
Parpadeo. Miro de nuevo. Nada.
Inhalo profundo para no entrar en pánico. Tal vez las dejé en otro lado. Me cuelgo la bolsa al hombro y empiezo a revisar todos los rincones del salón. Incluso muevo los muebles. Nada.
—¡Sara! —grito.
Ella sale de la cocina con una taza de café y esa calma de quien no tiene ninguna prisa. Le envidio... hasta que recuerdo que se va a quedar en casa todo el día con una niña. No, gracias. Prefiero entrenar tres días seguidos sin parar.
—¿Qué pasa, Hunter?
—¿Dónde están mis llaves?
—¿Dónde las dejaste?
—¡En la mesa!
Empiezo a revisar los bolsillos de mi chaqueta, mi bolso, ¡hasta el refrigerador! (Por si acaso). Pero no aparecen.
Sara, aún con cara de culpa por el yogurazo, se pone a revisar entre las cosas de la cocina.
—¿Seguro que no las perdiste afuera? —pregunta levantando el biberón, como si las llaves pudieran estar debajo.
—¡No! ¡Ya no estoy seguro de nada! —bufé, mirando bajo el sofá. Sorprendentemente limpio... y vacío.
Entonces veo a Lili en la alfombra, jugando con una olla. Parece una escena de CSI en la que un peluche recrea cómo asesinó a su víctima. Sospechoso nivel de detalle.
—Lili —mi voz es seria—. ¿Dónde están las llaves?
Ella me mira con esos ojazos inocentes.
—¿Tata?
—¡Ni "tata" ni nada! —me agacho y le hablo con voz suave, como detective interrogando a una criminal peligrosa—. Cariño, ¿has visto mis llaves? Negritas, con botones…
Lili se ríe, se pone recta como un soldado y dice:
—¡Llavitas pluf!
Miro a Sara.
—¿Acaba de decir lo que creo?
Sara se pone blanca como la leche.
—¡No... no puede ser! —susurra, y luego se lanza a correr—. ¡Hunter, ve al baño!
—Ya fui, mientras me duchaba.
—¡¿QUÉ?! ¿Te hiciste pipí en la ducha?
—¡Todo el mundo lo hace! —me defiendo, apartando la mirada.
—¡Pues yo no! ¡Y te pido por favor que no lo hagas! Qué asco... —suspira—. Pero no es momento para eso. ¡Corre al baño! ¡Puede que estén en el váter!
Antes de entender nada, ya me está arrastrando del brazo hacia el baño.
—Por favor, que esté equivocada… —murmuro.
Sara solo señala el inodoro.
Me inclino con cuidado. Maldita sea… Allí están. Atascadas, medio sumergidas en el agua.
Inhalo.
Exhalo.
—Perfecto. Genial. Maravilloso.
—Perdón… —murmura Sara con voz temblorosa.
Miro a Lili, que parece muy orgullosa de su hazaña.
—Esta niña es un mapache disfrazado —le toco la nariz con un dedo—. Por favor, deja de tirar mis cosas por el inodoro.
—¡Pluf! —grita feliz y aplaude.
Cierro los ojos. Dios, dame fuerzas para no soltar una palabrota delante de la niña.
—Está bien… Pediré un taxi.
—¡Hunter, lo siento! —Sara parece a punto de llorar.