Hunter
Salgo del gimnasio arrastrando los pies. Cada músculo de mi cuerpo grita del dolor. Lo único que quiero en la vida es sobrevivir hasta mi próxima sesión con el fisio. Le daría todo mi sueldo con tal de no sentirme como una roca. Gracias, Koval, por tu enfermizo amor a los estiramientos y el "cardio intensivo". Si vuelve a decir “es por su bien”, juro que lo golpeo con una mancuerna. Y después le diré que fue por su bien. Para que no vuelva a inventarse entrenos de tortura.
El aire de otoño está fresco, con ese toque amargo de las hojas caídas. Los árboles brillan con tonos que van del amarillo soleado al rojo burdeos. Las hojas crujen bajo los pies y el sol se cuela entre las ramas dejando manchas cálidas sobre el asfalto. Pero a mí me da igual tanta belleza. Solo tengo una cosa en mente: llegar al sofá.
—Oye, Hunter —me llama Trent, alcanzándome—. ¿Estás vivo? Caminas como si te hubieran dado justo en las bolas.
—Ahora solo existo como dolor —suspiré, cambiando la mochila de hombro—. Pero gracias por preguntar.
—¿Y qué opinas de Cross? —interviene Maxwell. Está comiéndose su tercera barrita energética, y a mí la sola idea de comer me revuelve el estómago—. Parece que va en serio con eso de quitarte el puesto. Incluso en el gym quiso lucirse más que nadie.
—Que sueñe lo que quiera —gruño—. Pero de momento, aquí solo hay un tough guy, y soy yo. Lo demás me importa un comino.
Nadie dice nada. Caminamos los tres hacia mi casa.
—¿Nos invitas a unas cervezas? —pregunta Trent—. Me tomaría un par bien frías. Tú siempre tienes reserva…
La tenía. Hasta que la cambié por yogures.
—No va a poder ser, chicos —digo, y ni yo mismo me creo que esas palabras salgan de mi boca—. Hay una niña en casa.
Ambos se detienen como si les acabara de confesar que me metí a monje.
—¿Perdón? ¿Cuándo pasó eso?
—No es mía —suspiro—. Es la hija de mi vecina. Viven conmigo desde hace unos días.
—¿Vives con una niña? —Maxwell se queda con la barrita a medio camino de la boca.
—Sí. De año y medio.
—¡Es la peor edad! Mi sobrino es así —se despierta gritando, lanza juguetes, se hace caca en el pañal.
—Exactamente.
—Dios… —Trent se persigna—. Te van a levantar una estatua en forma de biberón.
—Tío —añade Maxwell—, si el alquiler era demasiado para ti, te habrías mudado con nosotros. Pero una vecina con hija… ¿por qué?
—Están exagerando. No es tan grave…
—¿Y tu vida personal? —sonríe Trent—. ¿O ahora estás en territorio femenino?
—Con estos entrenamientos pronto estaré en el cementerio. No tengo ni energía para pensar en sexo.
—¡Nos estás asustando, Reaves!
Me río.
—En serio. Estoy bien. Es… interesante, ¿saben?
—No. No sabemos —responden al unísono Trent y Maxwell.
Bajamos por la calle, y ya veo mi casa. En los escalones está sentada Sara. Abraza a Lili, que va envuelta en una manta, y le cuenta algo bajito, señalando de vez en cuando al cielo. Seguro habla de nubes con forma de dinosaurio o algo así. Yo mismo me quedaría escuchando.
—Oh… —dice Trent, dándome un codazo—. ¡Pero si es guapa!
—Shhh… —murmuro.
Sara nos ve, levanta la mirada y sonríe. Lili da saltitos en sus piernas y nos saluda con la manita. Yo le devuelvo el saludo.
—Hola —dice Sara.
—¡Hola! —responde Trent, enderezándose como si estuviera ante una reina y acomodándose la gorra—. Yo soy Trent. Y este es Maxwell.
—Un gusto —responde Sara con una sonrisa algo cansada. Se nota que el día le ha pesado.
—¿Es tu hermana? —pregunta Maxwell—. ¿O tu hija?
—Mi hija —dice ella, acariciando suavemente la mejilla de la pequeña.
—Qué mona —comenta Trent, guiñándole un ojo a Lili. Ella se esconde tras la manta como si así fuera invisible.
—Bueno… —murmura Maxwell, mirando alrededor—. Mejor nos vamos. No queremos interrumpir.
—Eso —asiento—. Nos vemos la próxima semana.
—Paciencia, hermano —dice Trent, dándome una palmada en la espalda—. Y mucho, mucho té de tilo.
Se dan la vuelta y se alejan murmurando lo justo para que lo escuche. Yo suspiro, dejo la mochila en la puerta y subo los escalones con esfuerzo.
—¿Qué tal? —me pregunta Sara.
—He estado mejor —responde con un suspiro—. ¿Y tú?
—Lo bueno es que ya casi hago el split, y tengo abdominales de acero. Lo malo… es que quiero morirme.
—Entonces entra. Hice té de menta. Te va a relajar.
—¿Té…? —repito con voz de muerto—. Suenas como una abuelita muy dulce.
—Y tú como un viejito que ha trabajado toda su vida en una mina.
—Al menos somos de la misma guardería.
Ella ríe. Tomo a Lili en brazos y entramos los tres en casa.