1
Amelia suspiró nerviosa. Levantó la persiana, y el sol de la mañana le dio de lleno en el rostro. Siempre abría el negocio a las diez en punto. Ramiro, su hijo de seis años, comía un alfajor de dulce de leche. Aquella mañana cantó un gallo a lo lejos, y luego otro, y el coro fue como una hilera de piezas de dominó mal construido. Un par de vecinos abrían puertas y ventanas; las chismosas del barrio encendían sus radios y las distintas melodías serpenteaban por las calles de tierra.
-Otro día más-pensó en voz alta Amelia-¿Venderemos mucho hoy?
El niño rumiaba con cuidado. Amelia lo contempló unos instantes y resopló vencida.
-Bueno, si no es hoy, algún día vas a hablar. ¿No?
El niño sonrió, fue suficiente respuesta.
Amelia encendió la hornalla de la cocinita a garrafa, y en una pava colocó agua para calentar. Abrió la caja registradora, revisó el cambio y volvió a cerrarla. El mostrador era enorme junto a ella; sobre él tenía tantas cajas de chicles que se asemejaba a un fuerte. Se recostó en su sillón favorito y esperó.
2
Colocó el candado y se aseguró de que estuviera firme. Acomodó el abrigo de Ramiro y lo tomó de la mano camino a casa.
-Hoy no hubo caso-dijo-Pero ochenta pesos son ochenta pesos. ¿No?
El niño dibujó un gesto, pero no era como los otros; más bien era de reclamo. Una queja pasiva.
De regreso a casa compraron pan, un paquete de salchichas y una Interlagos; La rutina era tan perfecta, que era como ver el mismo video una y otra vez. Amelia se preguntó si en algún momento tendría la oportunidad o el valor de dar reset o expulsar ese casete que ya la tenía harta.
Cuando la hora de dormir llegó puntual, así como el sueño, Amelia peinó su cabello antes de acostarse y le ordenó al niño visitar el inodoro para evitar paseos nocturnos. Solía hacer ruidos extraños en la madrugada; pero esta vez estaba despierto y Amelia sintió un dedo invisible recorrerle la espina.
-No te preocupes mami-dijo-Mañana vamos a vender un montón.
Amelia lo abrazó y le pidió que ya se fueran a la cama.
3
-Perdón, se me hizo tarde-dijo. Abrió la puerta. Delante de la misma se encontraban cinco personas, expectantes a los movimientos de la joven.
-¿Crema para picaduras?-dijo alguien-
Amelia lanzó una mirada de socorro al niño, Ramiro sólo sonrió.
-En aquel estante mami.
Los artículos se agotaban; papas, arroz, fideos, y la famosa crema para picaduras. Ni siquiera recordaba tenerla a la venta, pero era lo que más salida estaba teniendo. Una de sus últimas clientas, la vecina chismosa, llegó saludando de manera muy atenta.
-Buen día ¿Qué tal? Tengo una consulta
-Diga-respondió Amelia-
-Me salieron unas ampollas en el cuello ¿Ve?-apartó un poco el pañuelo de su piel, y dos orificios colorados asomaron-¿Qué pomada me recomienda?
Amelia no necesito meditarlo, colocó sobre el mostrador el frasco que se había vendido como pan caliente durante todo el día. La mujer pagó y se marchó.
- Que raro eso de las picaduras-dijo en voz alta Amelia, recostándose en su sillón-¿Por qué será?
Cómo una roca que es lanzada al agua de manera imprevista, la carcajada del niño estalló en el local; de su boca dos colmillos jóvenes refulgían blancos y fuertes.
-Yo sé porqué mami-dijo-¡Pero no se lo digas a nadie eh!
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Editado: 07.11.2018