Rebeca Santander despertó sobresaltada en medio de la oscuridad, ahogando un grito de horror, que dio paso a resoplidos acelerados. Tenía colocadas sobre su pecho ambas manos y con sus ojos presenciaba un panorama tétrico: fugaces destellos de luz se ahogaban en la negra oscuridad y retumbantes truenos estremecían la recámara. La ciudad era bañada por una lluvia torrencial. Rebeca había tenido la peor pesadilla de su vida.
La joven, sin control sobre la temblorina que asaltó su cuerpo, bajó de la cama y caminó sobre el alfombrado hasta llegar al apagador, entonces la recámara se iluminó. Ella, después de varios minutos, logró controlarse, pero ya no pudo dormir más.
Por la mañana, con sus pies extendidos sobre la cama y cubiertos por una sabana, escribía precipitadamente en su celular un mensaje dirigido a su íntima amiga, Mónica Courier, comentándole que había tenido una espantosa pesadilla. Luego de enviar el mensaje, sin previo aviso, la mamá de Rebeca entró y se acercó hablando muy efusiva.
–Mi amor, es un milagro que estés despierta tan temprano en sábado –comentó, dándole un beso en la mejilla y abrazándola con mucha ternura.
–Tuve un mal sueño, mamá, y ya no pude dormir.
Enseguida se escuchó un claxon que insistía. Ambas lo reconocían.
–Mi amor, luego me cuentas. Nos despertamos un poco tarde y tu padre está desesperadísimo. Ya sabes cómo es.
La volvió a abrazar y a besar en la mejilla. Luego se fue a toda prisa. Rebeca la vio perderse por la puerta. Suspiró melancólicamente sin saber a dónde mirar.
Un mensaje de texto entró en el celular de Rebeca. Miró que era de Mónica, quien le respondía que no entrara en detalles por mensajes, que mejor se vieran para hablarlo con más calma. Rebeca estuvo de acuerdo.
En poco tiempo habían aparcado sus autos en la calle lateral de un restaurante-café de renombre ubicado cerca de ambas casas. Ocuparon una mesa de madera que se ubicaba junto a unas enredaderas que adornaban la entrada del lugar, en la zona de fumar. Mónica observaba que a Rebeca le temblaban las manos y no atinaba a saber si era por el clima tan fresco que había dejado la intensa lluvia o si se trataba del mal sueño que había tenido. Los dientes de Rebeca castañeteaban mientras miraba a su alrededor con recelo, inspeccionando el lugar a detalle. Usaba un suéter rosado.
–¡Qué mensaje, Beca! Hasta yo me asusté y me intriga mucho saber de qué se trata –comentó Mónica-. Ya estamos aquí, cuenta, cuenta.
Rebeca había adquirido un semblante de preocupación. Miraba hacia todas partes con recelo; como si su amiga no le hubiera preguntado nada.
–¡Esto es muy extraño! Algo no anda bien, Moni. No debimos venir a este lugar. Hay que irnos pronto.
– Pero, loca, acabamos de llegar, cómo crees. ¿Qué te pasa?, te pusiste muy pálida.
–No sabría explicarte. Es como si… –intempestivamente se cubrió la boca con la palma derecha, no dejando salir el grito–. ¡Dios santo! –su voz quedó encerrada en el hueco de su mano.
–Me asustas, ¿qué pasa? –expresó Mónica en voz baja e inquieta.
Los ojos de Rebeca se habían abierto como platos. La palma de su mano vacilaba mientras dejaba de cubrir su boca. Los labios le temblaban.
–No me lo vas a creer, pero es como si… como si esto ya lo hubiera vivido antes.
–¿Cómo, un deyavú o algo así? –preguntó Mónica, creyendo acertar.
Pero Rebeca negó con la cabeza, y moviendo un poco la silla le susurró a media voz:
–No... Es solo que… –las manos le temblaban– tengo la sensación de que… Mónica… en mi pesadilla… tú y yo estábamos en un café. No debimos venir… no, por qué acepté. Vámonos, mejor vámonos –dijo con intención de ponerse en pie, pero su amiga se lo impidió jalándole el brazo.
–¿Qué más sucedió en la pesadilla? –preguntó Mónica expectante, aquellas palabras habían picado su curiosidad. No parecía asustada, más bien mostraba ansiedad por saber el contenido de aquel sustantivo abstracto que era el motivo de su reunión.
Rebeca dio un respiro profundo antes de hablar.
–Soñé que tú y yo estábamos en un café… luego yo me exaltaba, como ahorita… y luego… dos tipos que vestían ropa negra llegaban al lugar… ellos nos iban a hacer daño… ellos… –no pudo seguir hablando porque miró a dos hombres que llegaban al lugar, vestidos de negro y avanzando hacia donde ellas estaban sentadas, pero Mónica no los podía ver porque les daba la espalda–. ¡No puede ser! ¡Están aquí! –exclamó impaciente, abriendo mucho los ojos y jalando el brazo de su amiga–. ¡Son ellos, son ellos! Tenemos que irnos, ¡ya! –dijo imperiosa, casi gritando con bajo volumen de voz.
–¿Quiénes? –preguntó Mónica, inspeccionando el área con la mirada, en busca de los susodichos que ya estaban detrás de ella. Cuando los descubrió, los miró asombrada.
–¡Yair! ¡Hola! –dijo Mónica, risueña-. Qué bueno que vinieron. Siéntense, por favor.
Rebeca se sorprendió y estuvo muy atenta de lo que hacían los recién llegados. Ella mostraba una sonrisa muy apretada, que más que alegría revelaba timidez y nervios.
–Ya cálmate, Beca, son amigos –le susurró Mónica cuando los otros dos se instalaban en sillas de madera justo en frente de ellas–. Él es Yair y… él es su amigo que no sé cómo se llama –dijo guiñándole un ojo al desconocido.
–Ah, perdón, Moni –repuso el tal Yair–, él es Alepsis, pero todos le decimos Aleps.
–Así es –intervino el aludido con voz varonil–. Al fin puedo conocer a la famosa Mónica… –dijo, mostrando unos dientes blancos y parejos– y tú, ¿cómo te llamas? –Rebeca sintió una mirada escrutadora sobre la suya y de inmediato sus mejillas se ruborizaron. El chico tenía unos ojos oscuros penetrantes e imponentes.
–Rebeca.
–Mucho gusto –le extendió la mano y la joven correspondió, recibiendo un fuerte apretón que la puso más nerviosa; escuchó lo que el atrevido añadió–: Eres muy bonita –halagó con una sonrisa coqueta.