Apareció de nuevo en aquel mundo completamente blanco. Caminó unos cuantos pasos hasta darse cuenta de que a su alrededor aparecían hermosos arreglos florales.
Miró al techo y se dio cuenta de que unas hermosas y gigantescas lámparas iban haciendo aparición conforme caminaba. Estaba muy sorprendida y entusiasmada: todo parecía indicar que tendría el mismo sueño otra vez.
Se preguntaba de qué sería... Y por supuesto, sí aparecería el mismo chico de la otra vez. Quizás sí, quizás no... Solo quería verlo de nuevo. Le había resultado tan encantador...
— ¿Me buscabas? —preguntó una voz detrás de ella haciéndola sobresaltar.
— ¡Me asustaste! —exclamó con una mano en el pecho. Comenzó a reír y lo abrazó—. ¡Volviste!
Él rió y la chica lo soltó.
—Jamás me fui, querida. —dijo.
Samanta se dio cuenta de que él llevaba unos guantes blancos cubriéndole las manos y un traje azul. Le recordó a cierto cuento de hadas...
De pronto, él la miró sonriendo.
—Adivinaste, qué lista.
Ella se sonrojó. Antes de que pudiera preguntar de qué se trataba, él tomó la mano derecha de la muchacha y la hizo girar, haciendo aparecer un hermoso vestido amarillo. Era largo, parecía una princesa.
Cómo la primera vez, un espejo apareció ante ella para enseñarle su nueva apariencia. Ella sonrió complacida al ver que traía un hermoso peinado junto a un maquillaje con tonos amarillos y marrones.
— ¿Te gusta? —preguntó.
Samanta, que hasta ahora no había dicho nada, rió.
— ¡Es increíble! La paso mejor en un sueño que en la vida real.
El muchacho puso una expresión de preocupación. Pero antes de que ella preguntara, él sacudió la cabeza negando y restándole importancia. Tomó de las manos a Samanta y comenzaron a bailar.
—Veo que te gusta bailar —dijo Samanta, al notar que era lo único que hacían.
—Hoy es tu cumpleaños, Reina mía —respondió él de una manera seductora—. Haremos lo que quieras. Y sé que te gusta bailar.
Samanta se mordió el labio inferior mirando hacia el suelo.
—Nunca me habían permitido bailar... —lo vio a los ojos—... Antes.
Él sonrió.
—Aquí tú puedes bailar —le dio una vuelta— cuántas veces quieras. Si yo llego a aburrirte, puedes recurrir a otro chico. Solo tienes que crearlo con tu imaginación y estará listo.
El rostro de Samanta se oscureció.
—Eso tiene sentido.
De repente, la música se paró. El muchacho se separó de ella adoptando una pose militar, mirándola.
—Pensé que el baile te gustaba.
—Tú solo eres mi imaginación —sollozó—. No eres nada más.
Él se acercó a ella y la tomó por los hombros.
—Las cosas que piensas que son irreales, pueden no serlo. —puso una mano en su rostro para limpiar las lágrimas que caían de sus mejillas—. Solo tienes que creer. No llores.
Ella se aferró a esa mano que creía imaginaria. Cerró los ojos.
—Está bien. —levantó la mirada para verlo—. ¿Cómo te llamas?
Él parpadeó dos veces.
— ¿Un nombre? —sonrió con dulzura y confianza—. ¿Por qué querrías saber mi nombre? De hecho, ¿Por qué querría yo uno?
Ella se alzó de hombros.
—Si tú conoces mi nombre, yo quiero conocer el tuyo. Un nombre es algo que le da valor a las cosas... ¿Podrías decírmelo?
Él frunció el ceño.
— ¿Dices que soy una cosa?
Ella de pronto comprendió lo que acababa de decir. Se ruborizó bastante y sacudió las manos en frente de él mientras tartamudeaba tratando de decir que se trataba de un error de su parte. Que él no era una cosa... ¿O quizás sí? ¿O no? ¿Qué era él en realidad?
Al ver la reacción que había tomado, solo se echó a reír.
—No te preocupes. Te perdono por decir que yo era una cosa. —ella dejó de tartamudear y lo miró con timidez—. Mi nombre es Charles. Mucho gusto, Samanta —dijo inclinándose hacia ella y dándole un beso en el reverso de su mano.
—Eres muy lindo —dijo cuando él se incorporó—. ¿Por qué no puedes existir?
Él volvió a fruncir el ceño.
—Quiero decir... En mi mundo. Porque claro que existes aquí, si no, no estarías... Bueno, tú me entiendes.
Él sonrió. Le estaba gustando ponerla nerviosa.
—Tú eres la única que puede salir de aquí. Yo no puedo acompañarte.
— ¿Por qué no?
Charles sacudió la cabeza.
—Lo siento. Pero yo vivo aquí. No hay manera de que yo salga pero tú por otra parte... —hizo aparecer una puerta en donde estaba su cara tallada en madera... Pero durmiendo—... Puedes cruzar esa puerta.
Ella miró la puerta detenidamente. Nunca la había cruzado... No que recordara.
—No recuerdas haberla cruzado... Porque la cruzas con los ojos cerrados. La puerta te envuelve.
Samanta se alejó lo máximo posible de aquella puerta horrible. No quería regresar a su mundo; no quería regresar con esa asquerosa de Mercy. Le haría falta a Sonia, quizás, pero ella lograría conseguirse otra mejor amiga.
De pronto sintió que unos brazos la envolvían en una calidez tranquilizadora. Se aferró a ellos como si se tratasen de una ilusión que podría terminarse en cualquier segundo.
—No está bien que quieras abandonar a los que quieres solo porque un mínimo grupo de personas te dicen que te desprecian.
Samanta lloró. Lloró como no lo había hecho en mucho tiempo. Charles la tranquilizó, siseando. En ese momento, las lágrimas de Samanta se borraron y en su lugar aparecieron unos corazones en sus mejillas, los cuales eran de un color rojo intenso.
—No te preocupes —dijo Charles al soltarla—. Esos corazones no significan nada malo.
Un espejo apareció delante de ella para que Samanta pudiera ver las formas en sus mejillas. Se quedó asombrada al verlas. Y sonrió cuando Charles le dijo que se le veían muy bonitas.
—Y es que tú eres hermosa —añadió, desapareciendo el espejo—. No le quites al mundo la gracia de verte brillar solo porque unas personas quieren impedir que lo hagas.
Los ojos de Samanta se llenaron de lágrimas poco a poco. Él suspiró y pasó una mano por sus mejillas quitándole los corazones que tenían, los cuales se habían tornado de color azul. Ella sonrió y se limpió las lágrimas.