Sueños amargos

Prologo

Mariam

Quizás las noches eran tan frías que mi desesperanza me había congelado el alma. O quizás, y siendo honesta, nunca me permití notar que seguía respirando.
Ahí me ves: una sombra sentada en un escritorio, viviendo sin propósito, sin ambición, con la boca amarga del duelo. Estudiando por inercia, con un corazón hecho astillas y el alma gimiendo en cada latido.
Mi madre me observaba desde el umbral. Sus palabras eran siempre las mismas, un eco de nuestro pasado: debía convertirme en el gran proyecto que mi padre había anhelado.
Él no pedía imposibles. Solo quería que yo fuera cadete, como él. Que portara un uniforme. O, en su defecto, que fuese una enfermera, alguien que ofreciera alivio, alguien que curara. Que ayudara.
Ella protegía ese recuerdo tanto como me protegía a mí del mundo real.
A veces, para calmar el fuego en mis venas, me contaba la única historia que valía la pena: el día en que nací. Decía que mi padre me sostuvo y sus ojos se llenaron de un amor que desafiaba a la muerte.
—Mariam, mi luz, mi sol, mi luna —aún recuerdo el murmullo mientras me arrullaba—. Siempre serás este pedacito que falta en mi corazón.
Mi madre todavía llora al recordarlo, pero yo ya no. El dolor se convirtió en una armadura. Ahora, solo queda la promesa.
Parada justo donde él cayó, estoy lista para convertirme en la siguiente Álvarez. Lista para continuar su legado militar, o al menos, para cumplir esa misión de ser una enfermera al servicio de la patria.
Hoy, 17 de julio de 2010.
Hoy, la promesa termina.




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