Él entró en la habitación. Cargaba un aura misteriosa, mística. Caminó hasta el atril dispuesto frente a los presentes y volteó, sacudiendo su majestuosa capa negra. Su mirada arrogante precedió a sus palabras; parecía estar escudriñando a su audiencia, estudiando a cada uno de los presentes.
- Buenas tardes, mi querido público – dijo con una voz tan arrogante y poderosa como su mirada –. He venido aquí hoy para mostrarles el poder de la sugestión.
Se quedó un par de segundos posando como un tonto. Parecía como si hubiera estado esperando que algo épico coronara esa frase. Una risita se escuchó entre la multitud y él volvió a su posición recta. Se sacudió el traje y se acomodó la capa, antes de volver a ver al público con un semblante serio. Se aclaró la garganta.
- Bien, para mi demostración voy a necesitar de tres voluntarios – su tono era más calmado, aunque seguía teniendo ese aire de superioridad.
Dos jóvenes de las primeras filas se ofrecieron. Seguramente eran parte del espectáculo. Pero había dicho tres. ¿Dónde se encontraba el tercer cómplice? Empecé a escudriñar el lugar, cuando mi mirada se cruzó con la suya. Pronto mis oídos captaron lo que él decía.
- Usted, joven – decía al tiempo que me hacía señas para que me acercara –. Usted el de cabello castaño, no sea tímido, acérquese.
Dudé un poco, pero fui. Era obvio que su último cómplice no había podido venir. Los aplausos acompañaron mi caminar. Al llegar al frente, él me indicó una de las tres sillas que habían dispuesto. Me senté y esperé a ver su siguiente movimiento.
- Ahora – dijo volteando hacia nosotros, los tres “voluntarios” –, quiero que cierren sus ojos – los tres obedecimos. Que truco tan de novato –, e imaginen el frio, lo más frio que se les ocurra – frio, que estupidez –. ¿Qué sabor imaginan?
¿Sabor? ¿Qué tendría eso que ver con el frio? Bueno, traté de imaginarme un sabor. Escuché a uno de los otros voluntarios decir “menta”, y al otro, “vainilla”. ¿Acaso querrían un helado?
- ¿Y el otro no piensa contestar? – pude sentir como él empezaba a dar vueltas alrededor mío, en espera de mi respuesta.
- Solo agua – mascullé sin pensar. ¿Enserio? ¿Agua? ¿Acaso no podía pensar en algo mejor?
- Bien – dijo él. Sentí como le dio un golpe al respaldo de mi silla –. Ahora, voy a proceder con la sugestión. ¡Con esto! – creo que sacó algo de su bolsillo y se lo mostró al público.
Fue con el primero de los otros dos y llevó a cabo su experimento. Un éxito, a juzgar por los aplausos que recibió. Prosiguió con el segundo, otro éxito, pero que esperar de los cómplices. El segundo recibió el doble de aplausos. Llegó mi turno.
- Ahora, muchacho, te voy a pedir que estires una mano – con lo fuerte que era su voz, era obvio que buscaba que todo el auditorio lo escuchara –, y que con ella sujetes el objeto que te voy a acercar.
Estiré mi mano. Sentí como un objeto frio tocaba la palma de mi mano y la cerré. Creo que era un tubo de metal. Pero antes de que pudiera descifrar de que se trataba, él tiró del objeto, lanzándome hacia adelante. El frio empezó a apoderarse de mi cuerpo. De pronto estaba bajo el agua. Un agua gélida. Como si me hubiera sumergido en las profundidades del ártico. Contuve la respiración, pero se me agotaba el aire. En mi desesperación traté de abrir los ojos, pero no pude. Traté de nadar. Nadar hacia la superficie, pero ¿para donde era la superficie? Al diablo. Nadé hacia arriba. No sabía que me mataría primero, si la falta de aire o la hipotermia. Nadé, hasta salir a la superficie. Saqué un brazo y el agua me abandonó como un baldazo helado. Sentía que estaba de pie, empapado, congelado. Al fin abrí los ojos. Estaba de vuelta en el auditorio, con las miradas del público atentamente fijas en mí. Agitado, volteé de golpe hacia él; su sonrisa soberbia me enfermaba.
- ¿Qué clase de truco de sugestión es tirarle un balde de agua fría a una persona con los ojos cerrados? – le recriminé furioso por haber sido empapado.
- Yo no te arrojé nada – dijo sin quitar esa enfermiza sonrisa –. Si no me crees, solo mira tú ropa.
Miré hacia abajo y quedé impactado. Mi ropa estaba seca. Me pasé las manos por el pelo. También seco. Volteé hacia mi silla. No había una sola gota de agua ni en el asiento ni en el suelo.
Volví a voltear hacia él, pero ya se había ido. Nunca supe que fue lo que me hizo aquel día. Pero lo que nunca podré olvidar es aquel experimento, aquella agua, aquel frio. Como aquel día comencé a creer en el poder de la sugestión.