Cuando llegué a casa ahí estaba, mi querida gata blanca, me miraba perezosa mientras ronroneaba pidiéndome comida. Ahh qué ganas me dan de ser como ella y no trabajar turno doble en la oficina. Sería maravilloso quedarme en casa todo el día, durmiendo y comiendo sin más preocupación, no existe nada que la inquiete porque sabe que al llegar la noche aquí estaré, yo su fiel sirviente.
Insípidos fideos de microonda prontos a expirar, podía conformarme con eso, y para mi gata blanca una lata de atún. Su preciosa compañía era todo lo que necesitaba para calmar mi estrés, para reestablecer mi estabilidad emocional y volver a sentirme como un individuo pensante y no como un oficinista más del montón, la monotonía terminaba una vez que entraba en el apartamento y era recibido por mi gata blanca. Luego de cenar me quedé un rato más en la mesa, la calidez de aquella sopa me había arrullado, de pronto me descubrí soñoliento, mis hombros se volvieron pesados, mis ojos se cerraban y comencé a añorar mi almohada. Solía ordenar un poco antes de dormir, dejar la mesa y la cocina limpias, pero esta vez mi cansancio era tanto que lo dejé de lado, ¿Qué podría pasar? Nadie me visita y a nadie le importará que mi apartamento se quede un poco sucio. Una vez en mi cama no tardé en caer dormido profundamente, sin duda esperaba yo un descanso reparador, más mis sueños se vieron perturbados por hostiles pesadillas que dejaron mi corazón pavoroso como si fuese yo un niño pequeño y no un hombre, en mi siniestra pesadilla podía observarme postrado en una cama vieja y sucia, con resortes saliendo por doquier y con un penetrante olor a humedad, la habitación era ahogada por la oscuridad, espesas tinieblas que no me dejaban ver luz alguna, de pronto los escuché hablando entre sí con un lenguaje completamente desconocido, el crujir de la cama me advirtió que me rodeaban, el pánico se apoderó de mí, sin embargo cualquier reflejo de supervivencia en mi persona fue frenado, pues me encontraba petrificado, inmóvil e indefenso, quise gritar y pedir socorro pero mis labios no emitieron sonido alguno, todo lo que se podía escuchar era el galope de mi frenético corazón acobardado. Desperté bañado en un sudor helado y mientras respiraba con dificultad me aferré a mis sabanas, pasaba de media noche y aquella pesadilla me había dejado muy despierto, lo cual lamentaba pues me costaría levantarme en la mañana. ¡Relájate fue solo un estúpido sueño! Intenté calmarme a mí mismo y por mero instinto busqué la silueta de mi gata blanca quien fielmente dormía a mi lado, su tibio pelaje relajó mis nervios y sin pensarlo mucho volví a quedarme dormido…
Cuando pensé que el cielo se había apiadado de mí, la recelosa noche se tornó cruda, las manecillas del reloj sonaban recias y huecas, una tras otra, ¡plam! ¡plam! Diversos ruidos comenzaron a llenar la acústica de la habitación, seguido por el lejano aullar de perros que con melancolía y dolor se quejaban a una voz, todo a mi alrededor confabulaba para dejarme en un perpetuo insomnio. Permanecí en vela al filo de la madrugada revolcándome en mi triste cama sin poder conciliar el sueño, me sentía presa de una extraña sensación la cual me era difícil explicar, una espesura dominaba el aire, era esta sin duda una noche ajena a todas las demás. Al correr las horas ya estaba sumamente cansado y malhumorado, lo único que faltaba era que mi gata decidiera buscarse un bocadillo nocturno, podía escucharla en la cocina removiendo los platos y los cubiertos, podía escucharla buscando entre la basura, siempre había odiado esas manías suyas, traté de ignorarlo, dejarlo pasar, sin embargo y para mi desdicha cada uno de los ruidos retumbaba en mi cabeza con vehemencia ¿Cómo era posible que una sola gata ocasionara tanto ruido? Mi cordura vacilaba pues podía escuchar ya no solo el ruido de los platos en la mesa, sino que, a su vez y para mi sorpresa, las cacerolas que había dejado encima de la estufa también estaban siendo manipuladas, ¡qué estupidez! ¡estoy cayendo en la demencia! Debo admitir que todo ese alboroto removió mis recuerdos, trayendo a mí las historias que ya había olvidado, esos cuentos que mi abuelo me contaba y que yo, envuelto en pavor escuchaba irremediablemente, cada noche era igual, apenas terminaba el ultimo bocado de mi cena, con su pausado hablar que agregaba suspenso innecesario a la historia de los “espíritus hambrientos”, seres de ultratumba que como bien dice su nombre están hambrientos, vagan entre las tinieblas buscando saciar su hambre, mi abuelo decía que antes de ir a dormir era necesario dejar ordenado todo, puesto que de lo contrario estos espíritus entrarían a casa locamente atraídos por el aroma de los restos de comida y una vez adentro difícilmente se les podría sacar, el abuelo decía que estos espíritus eran realmente peligrosos ya que al darse cuenta que la comida resulta inútil para saciar su hambre, frenéticos y llenos de ira buscarían cualquier cosa que sí pudiera hacerlo y esto sería solamente el alma de algún desafortunado.
Ya no podía pensar en otra cosa que no fuera “los hambrientos” y me preguntaba si de verdad estaba creyendo en ese estúpido cuento, mientras más me cuestionaba más inquietantes se volvían los ruidos en la cocina, el nerviosismo se apoderaba de mí con cada segundo y mi corazón acobardado se hundía en mi pecho, era un hecho que no volvería a conciliar el sueño hasta cerciorarme de que en mi casa no hubiese ningún espíritu hambriento, y así, abriéndome paso entre las penumbras y con apenas un fino hilo de luz que se colaba por la ventana fui dando pasos llenos de cautela, lentos, uno tras otro, hasta que a escasos centímetros de la puerta escuché un siseo de ultratumba que erizó mi piel al instante, como un preludio de lo que mis ojos estaban por ver…
Mi gata, mi preciosa gata blanca, yacía en las frías y esqueléticas manos de ese espantoso ser, espesa sangre goteaba sobre la mesa, viseras que colgaban de las fauces de aquel demonio hambriento, su pálida piel grisácea estaba pegada a sus huesos, sus extremidades eran espantosamente largas cual, si fuese un arácnido y ese centenar de dientes teñidos de carmín, el crujir de los huesos me estremeció, quería correr, salir huyendo pero mis piernas no respondían, no fui sino un espectador del festín que este aterrador monstruo disfrutaba. La estúpida historia del abuelo era real, los espíritus hambrientos eran reales; no supe en que momento dejé de respirar, fue hasta que mi pecho y por voluntad propia inhaló con fuerza una gran bocanada de aire y ahí, justo ahí, el demonio se percató de mi existencia, dejó caer con brusquedad los restos de mi gata blanca, me miró fijamente mientras inclinaba la cabeza a un costado, fueron segundos que parecieron eternos y se acercó a mí con curiosidad, lentamente arrastró sus largas piernas abriendo su enorme boca mostrando así la más perversa y horrible sonrisa, el terror que ya se había apoderado de todo mi cuerpo era inaudito, estaba cerca, muy cerca, cuando a nada de tocar mi rostro lo sorprendió el primer rayo del sol y al igual que las tiniebla se desvaneció el espíritu hambriento, dejando como prueba de su visita el cadáver de mi gata blanca.