El ambiente en la habitación parecía estéril, un bullicio inaudible vagaba por los rincones y el embriagante olor a té de manzanilla… antes de ese momento nunca lo había asociado con la muerte.
Es curioso, tan solo dos días antes pensaba en él, en que hacía por lo menos un año que no lo veía y así de pronto en un mensaje se resumió todo, él había muerto, justamente ese día, cuando yo pensaba en él. Hay una extraña sensación que nos acoge en el preciso segundo en que nos enteramos que alguien a quien amamos ha muerto, es como la primera bocanada de aire luego de estar bajo el agua, una avalancha de recuerdos e imágenes que bombardean nuestra mente, todo en un fatídico segundo que quema el alma abrazadoramente.
Aún recuerdo la primera vez que estuve en un funeral, y la manera en que me enteré que mi abuela había muerto, de la más cruda manera que se le puede anunciar a un niño de ocho años que apenas comprende el concepto de la vida y la muerte, recuerdo ver a mi madre venir con urgencia a mí y decirme que podía llorar, que estaba bien desahogar el corazón, pero yo… yo no pude hacerlo, supongo que el desasosiego retenía mis lágrimas, entonces me vi en esa habitación repleta de flores, repleta de extraños y familiares a los que nunca había visto pero que por alguna razón sabían más de mí de lo que esperaba, entonces en aquel momento me percaté, que en el centro de la habitación las personas se movían envueltos en un compás lúgubre, de un lado a otro, cambiando de pareja con una gracia tan sutil, casi mágica, un vals lento que de vez en cuando era interrumpido por lágrimas y lamentos, pero que tenuemente volvía a comenzar, un vals dirigido por la orquesta de la muerte que brillaba con la débil luz amarillenta de un par de velas puestas a los pies del ataúd.
Han pasado veinte años desde la muerte de mi abuela y todos esos detalles regresan a mi memoria, y en esta noche mientras me dirijo a un funeral, me pregunto, ¿será posible volverlo a ver, ver el vals de la muerte?
Esa enorme y vieja casa que en mi niñez recorrí asombrada por lo desconocido, hoy se vestía de luto, se veía tan sombría, una frialdad que helaba los huesos la poseía y los ecos que aun restaban en ella estaban dolidos y cansados, ya no era un hogar, eso era más que claro, al entrar en ella nuevos rostros me recibieron, los rostros de niños que no tenían ni pizca de sospecha de lo que ahí estaba pasando, tenían por lo menos ocho años, sin duda presenciaban lo que un día yo presencié, avancé dejando atrás los rostros nuevos, abriéndome paso entre los numerosos arreglos florales, mientras avanzaba el penetrante olor a té de manzanilla se hacía más agudo, asqueándome en todos los sentidos arrebatándome el poco autocontrol que tenía sobre mi misma quitando de una y sin avisar la costra que cubría mi fragilidad, esta vez no quería llorar, pero las lágrimas se fugaban descaradamente en busca de él, y ahí estaba en un sueño sereno y apacible, era sin lugar a duda la misma escena con diferentes actores, atuendos negros y rostros embelesados por el dolor, sonrisas fingidas y mal sabor de boca, cuando de pronto me di cuenta que estaba siendo un títere al compás de la melancolía, formaba parte de ese vals donde la muerte era protagonista, meciéndome en una melodía de la cual no podía escapar aun cuando quisiera hacerlo, recorría la habitación con gracia y sin ningún desdén, cambiando de parejas cada tanto, siendo interrumpida solo por el llanto y el inevitable deseo de beber una taza de té de manzanilla. Ahí estaba yo, luego de veinte años ya no era espectadora, sino que formaba parte del vals de la muerte.