Sueños escabrosos de las noches de agosto

La maldición de la casona

Nos habríamos paso entre la cierra mexicana, una madrugada húmeda y fría del mes de agosto, el alba nos alcanzaba lentamente y esa tenue luz pintaba esperanzador el horizonte, pues bañada en esbeltos rayos de sol yacía una capilla y a su lado una imponente casona de piedra rosada. Mis compañeros y yo creíamos estar viendo un espejismo pues moríamos de hambre y cansancio, nadie dijo nada solo nos mirábamos unos a otros incrédulamente. Nuestro convoy se detuvo justo frente a un sendero que llevaba a la gran casona, bajamos a toda prisa del vehículo con la poca energía que restaba en nuestros famélicos cuerpos y llegamos hasta las puertas de aquel lugar, gloriosas, pesadas y macizas puertas de madera nos daban la bienvenida.

El capitán llamó a la puerta, pero nadie respondió. —aquí no reciben bien a los soldados señor, deberíamos irnos— dijo Martin con trémula voz.

—No tenemos agua ni comida, el pueblo más cercano está a cuatro días de aquí, moriríamos de inanición antes de llegar al pueblo. ¿Eso le parece bien, cabo? ¿O se traga su orgullo y pedimos ayuda? —el capitán miraba severamente a Martin quien solo bajó el rostro apenado y guardó silencio.

Llamamos a la puerta nuevamente y esta vez se abrió. El esplendor de aquel lugar era algo que jamás había visto, apenas entramos la calidez de aquel sitio nos sobre cogió, arrebatando de nuestros cuerpos el frío de la sierra.

—Bienvenidos caballeros.

Alzamos la vista casi al mismo tiempo y tan pronto escuchamos aquella voz, venia a nosotros una bella mujer de cabellos negros que ondeantes acariciaban su rostro y bajaban hasta su cintura, llevaba puesto un vestido blanco con flores bordadas que combinaban a la perfección con sus labios rojos. Juro que jamás vi criatura mas hermosa en esta tierra, quedamos atónitos ante su presencia, mudos y absortos.

—Entonces ¿A qué debo su visita?

—Lamentamos mucho molestar, pero mis hombres y yo hemos tenido un largo viaje, nuestras provisiones se agotaron hace tres días y…

—Entiendo, no tiene que explicar más. Siéntanse libres de descansar, en un momento mas pondré la mesa y podrán comer algo.

Recorrí aquella casona maravillado con su arquitectura, candelabros colgaban de sus altos techos que, a su vez eran soportados por inmensas vigas de madera. Había algo en aquel lugar que nos resultaba embriagante, casi místico, entonces una oleada de cuestionamientos arribó en mi mete, quería saberlo todo sobre ese lugar y me intrigaba porqué el mapa no lo señalaba ¿Por qué una joven mujer habitaba tan lejos de todo y todos? Aunque ciertamente la respuesta a mis dudas no llegaría a serme grata.

Una campanilla resonó advirtiéndonos que la mesa estaba puesta, éramos cinco hombres, pero había alimentos para todo un batallón. Mole, tamales, buñuelos, carne, pan y atole, todo cuanto había en la mesa era sumamente delicioso. Comimos hasta saciarnos y mucho más, guardé en mi bolsillo un tamal envuelto en hojas de maíz, pues bien, luego de haber pasado tantos días sin comer quería estar preparado por si es que surgía la necesidad de comida en un futuro y sospecho que no fui el único que pensó en guardar algo para después. Fuimos atendidos por aquella dama con toda elegancia y generosidad y al terminar de comer nos condujo hasta las habitaciones que se encontraban en la parte superior de la casona, la cantera mantenía frías e inertes aquellas camas sin embargo era tanto el cansancio que se arraigaba a nosotros que nadie se quejó y nos quedamos dormidos a la brevedad.

La tarde había avanzado y la noche se apoderaba de apoco de todo el lugar, rincón por rincón aún seguía yo durmiendo cuando entre susurros escuché mi nombre, mis parpados pesaban por la extenuación mas los susurros insistentes no frenaban, me resigné a abrir mis ojos para luego encontrar al pie de mi cama a Guillermo.  

—¡Hasta que despiertas!  

—¿Qué demonios quieres? Estoy cansado.

—No están.

—¿Quién?

—El capitán y los demás, no hay nadie solo nosotros.

—¿Y eso qué? Seguramente bajaron a cenar, o están por ahí en algún sitio.

—No lo entiendes, Salí en busca de ellos y no están, además mi arma no está tampoco, ¡ningún arma está!

Al escuchar las últimas palabras de Guillermo y el recelo en su voz no pude evitar alarmarme. Guillermo era el mas joven de nosotros, apenas tenia 18 años a mi parecer era solo un niño, ver en su rostro la cobardía de algún modo me obligaba a fingir valor, incluso yo podía sentir que algo no marchaba bien, desde un principio la atmosfera de aquella casona era imponente y recia pero ahora se trasmutaba de lo desconocido al terror en un instante, los pasillos se habían vuelto más fríos, el aire helaba la piel, por los gigantescos ventanales entraban grandes y veloces ráfagas de viento que silbaban al pasar, silbidos que se asemejaban más a lamentos, todo en completa oscuridad apenas iluminado por los rayos tenues de la luna. Guillermo y yo salimos de la habitación armados solo con un minúsculo cuchillo que desde siempre había guardado a un costado de mi bota ¿Dónde podrían estar todos?

Vagamos como alma en pena por los pasillos de la casona buscando sin suerte a nuestros compañeros, los minutos parecían eternos y cada uno de nuestros pasos vacilaba al avanzar, una sensación desagradable nos seguía en un silencio amargo que se vio perturbado sin aviso por el golpeteo de un cincel. ¡Pom! ¡Pom! ¡Pom! Guillermo y yo nos miramos fijamente y sin palabras acordamos averiguar de donde provenía el ruido, así pues, nos condujimos con cautela hasta llegar a la parte trasera de la edificación donde hallamos a Martin golpeando el suelo, con una enorme sonrisa en el rostro, llenaba entusiasmado un viejo costal con pedazos de roca que había quitado del suelo.  

—Martin, ¿Qué estas haciendo? —preguntó temeroso Guillermo.

—¡Es mío! —gritó Martin al vernos —¡Aléjense de aquí yo encontré el oro y es mío!




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