Es difícil no notar la luz de la luna, hoy luce diferente, se cuela letárgicamente por los cristales en un tono amarillento que raya en la melancolía, ¿no lo crees amor? Me recuerda a esa noche, la noche en que te vi con ella, caminaban en una de las callejuelas que te llevan al templo de San Martin ¡que irónico! que estúpidos al creer que el manto de la espesa noche alcanzaría a cubrir sus pecados, pero su lujuria era tan estrepitosa y los llamaba a los placeres más inmundos hasta que fue imposible que el pueblo entero no lo notase. Te esperaba en casa para cenar, el chocolate estaba listo y el pan de naranja me había quedado esplendoroso, me tejí el cabello en dos largas trenzas tal y como a ti te gustaba, mi vestido estaba bordado y mis labios lucían en un carmín sangriento, la larga espera se fue tornando en ansiedad, pues esa misma mañana en el mercado las mujeres no dejaban de rumorear, cruelmente se burlaban de mí, sus desprecios eran algo que podría aguantar, pero me hablaron de ti y que me habías dejado de amar. Rápidamente tomé mi reboso y salí a buscarte, la noche fue tu cómplice, pues no me permitía encontrarte, avancé por las calles empedradas, sí, la luna era entonces como lo es hoy, una luna llena áspera y sombría, amarillenta y desdeñosa. Quise dirigirme a la iglesia de San Martín y pedirle a Dios perdón por mi falta, por haber dudado de mi esposo y su palabra, pero entonces los vi a la distancia, a ti con tu traje de charro y a ella con su insignificante vestido de manta, llevaba el cabello largo y suelto, sus labios desnudos de cualquier pintura, ni si quiera es digna de llamarse impúdica, ese pecado, esa falta es un lujo que solo ciertas mujeres se pueden dar, me llené de rabia y cólera, porque lo que en mí te era un defecto en ella lo hallaste virtud, porque la simpleza de sus pies descalzos te enamoró, pero yo siempre tuve que vestir con pulcritud, los maldije a ambos con toda la fuerza de mi corazón, hasta entonces había sido comprensiva, querido mío, pues las mujeres que metiste a mi lecho tenían cosas que yo no y preferí callar y darte eso que buscabas, mis vestidos se volvieron ostentosos como los vestidos que usaba tu primer amante, mis labios y mi rostro maquillé para que me amaras a mí y no a esa otra mujer que te buscaste.
Volví a casa, celosa y herida, llena de rabia pues clavaste en mi corazón una espina, entonces comprendí que prefiero ser tu viuda, que la burla del pueblo de San Martín.
Llegaste a casa borracho de lujuria y pasión, una mujer de campo no era suficiente para ti, buscaste mis carias y una última noche te di, me bebí hasta la última gota de tu voluptuosidad y teniéndote a mi merced acaricie tu pecho, grabé en mi memoria el tacto de tu jovial piel y toda tu virilidad, esa que compartí con tantas mujeres, tus ojos negros penetraron en mí, trémulos y hostiles mientras yo enterraba en tu pecho el cuchillo que utilizamos en nuestra boda, fina plata que llegó hasta lo profundo de tu cruel corazón.
—¿Me amas? —Te pregunté mientras tu cálida sangre empapaba nuestras sábanas blancas, ese fue el silencio más exquisito que pude presenciar.
No fue difícil culpar a tu amante del crimen pasional, mis criadas me amaban y me trajeron a tu cordero hasta mi matadero, le ofrecí el chocolate que con tanto amor preparé para ti, luego de un sorbo yacía miserablemente en el suelo, la dosis de veneno que usé fue la justa como para complacerme en su sufrimiento, para que sintiera como sus adentros ardían en el fuego del infierno, la arrastré hasta nuestra habitación y la bañe de tu sangre, le obsequie el cuchillo que terminó por sellar su traición y con total gracia y elegancia tomé mi papel de viuda, después de todo, ¿quién podría sospechar de una mujer piadosa como yo?, que lo único que hizo fue amar hasta la muerte a su querido Agustín, serle fiel y honrar su nombre.