En una modesta casita situada en el claro del majestuoso bosques del norte, escondido entre las vigas de madera, vivía un duendecillo, dicha casita había sido su hogar por los últimos años y los dueños del lugar no tenían ni pista de su existencia. No todos los duendecillos escogen una casa de humanos para habitarla, pues acostumbrados al campo, a la copa de los árboles o bien a una madriguera, resulta raro encontrarlos en otro lugar, pero si por algún motivo escogen tu casa como su nueva morada, ten por seguro que sabrán como agradecértelo, de modo que este duendecillo en particular se encargaba de atender los jardines de la señora de la casa, cada mañana se levantaba temprano para llenar de rocío los botones de las flores y por las noches organizaba la orquesta de los grillos para que la pequeña niña que también vivía en la casa, pudiera dormir bien, a cambio de sus servicios el duendecillo tomaba de la alacena algo para alimentarse, lo suficiente como para saciarse y lo mínimo como para no ser descubierto. Así pues, pasaba el tiempo en una armoniosa cotidianeidad.
En el mes en que la cosecha se avecina y los vientos comienzan a helarse sucedió que una noche al final de la orquesta de los grillos, los señores de la casa se sentaron a la mesa, en sus rostros el semblante era de incertidumbre y miedo.
—¿Qué habrá pasado? —se preguntaba el duendecillo, mientras observaba a la discreta distancia.
Luego de escuchar la charla de los señores de la casa, el duendecillo solo tomó una galleta para la cena y se retiró a su pequeño rincón entre las vigas de madera, se recostó en un calcetín viejo mientras intentaba desenredar una telaraña, sintiéndose pesaroso por la conversación que había escuchado, pues el señor de la casa había perdido su empleo y teniendo tan cerca la llegada del invierno era de suma importancia encontrar un nuevo sustento, no le quedaba más opción que viajar hasta el pueblo que se encontraba al pie de la montaña, un viaje pesado y largo sin duda, pero esa era su única opción. El duendecillo se sentía preocupado, pues habiéndose encariñado con la familia se sentía parte de ellos y compartía su pena.
—¿Qué podría hacer él para ayudar? —se cuestionó diligentemente.
Entonces recordó que aún le restaba un poco de polvos de la virtud, apenas un puñado, pero serían suficientes para obsequiárselos al señor de la casa, de modo que cuando todos en la casa dormían, el duendecillo bajó de las vigas del techo, buscó las botas del señor y conjurando unas palabras secretas, roció los polvos de virtud en ellas, para que así el humano no perdiera el rumbo y pese a los obstáculos pudiera llegar a su destino y cuando fuera preciso también pudiera volver. Luego de unas horas, el tímido sol se asomaba, apenas rosando con sus rayos la tierra que placida permanecía durmiente, salvo por aquel hombre que con un tierno beso se despedía de su hija y su mujer. Y así fue que partió sin saberlo con el favor de los polvos de la virtud.
Los días posteriores avanzaron casi unánimes, sin cambios ni sorpresas, el duendecillo seguía con sus labores, perfumando el romero del jardín, lustrando los zapatos de la casa o bien desempolvando los libros del estante y cada noche buscaba en la alacena algo para merendar, fue una noche precisamente que notó que en la alacena restaban muy pocos alimentos, pudo notar que el frasquito de miel apenas y tenía un chorrito, los huevos se habían terminado, no había mantequilla ni tampoco hogazas de pan, esa noche el duendecillo se fue a dormir a su calcetín, pesaroso y sin cenar le costaba conciliar el sueño y daba vueltas en su lecho —Tengo que hacer algo —se dijo a él mismo y levantándose de un brinco salió de su calcetín. La noche era realmente luminosa y esplendida, el cielo estrellado y la luna brillaban con fulgor, en el bosque todos dormían, todos a excepción del duendecillo que con pasos presurosos se internó en el espeso verdor del bosque y llegó hasta el ciprés más grande y viejo y subió hasta la copa, ahí donde se hallaba la colmena de abejas y dándole un presente a la abeja reina le pidió un poco de su miel, la abeja reina que conocía la gentileza del duendecillo le obsequió gustosa aquella miel, después el duendecillo fue hasta donde habían gallinas y explicándoles su situación les pidió algunos huevos y ellas cacareando amablemente se los dieron, luego el duendecillo visitó a una vaca y ofreciéndole las más finas hiervas del jardín le pidió un poquito de su leche, la señora vaca que era generosa le dio varios litros de su leche y le agradeció al duendecillo por las hiervas que le regaló, después de ahí el duendecillo se dirigió al hormiguero y las hormigas lo recibieron con agrado pues él de vez en cuando les daba uno o dos terrones de azúcar y al escuchar que el duendecillo necesitaba su ayuda de inmediato accedieron a ayudar y de este modo permitieron que el duendecillo se llevara de sus reservas algunos granos de trigo. Cuando el duendecillo volvió a casa llevaba casi repleto su saquito mágico donde había estado guardando todo lo que en su travesía había conseguido y mientras la noche aun reinaba el duendecillo puso manos a la obra y preparó hogazas de pan a las que les añadió chispas de amor, hizo mantequilla y queso con la leche de la vaca, llenó el frasco de miel y preparó un té de lavanda al que le agregó gotitas de sabiduría y aprovechando que las flores del jardín recién abrían sus capullos puso un ramo de ellas en el centro de la mesa. Ya nada faltaba en la alacena y el duendecillo podía estar tranquilo de que al amanecer la señora de la casa y su pequeñita podrían tomar un buen desayuno. Algo cansado pero feliz el duendecillo se fue a dormir en su viejo calcetín de rallas verdes y amarillas arriba en el desván junto a los conejillos de polvo, se acorrucó un poquito y sin darse cuenta se quedó dormido.
A primera hora en la mañana tres golpeteos llamaron a la puerta de aquella casita, era el señor de la casa que guiado por los polvos de la virtud regresó a casa, sin demora y sin improvistos, la señora de la casa lo recibió con agrado contándole sobre la sorpresa que esa misma mañana ella se había llevado al abrir la alacena y hallarla repleta —¡es magia! —decía ella muy gustosa —incluso han hecho un poco de té y puesto flores en la mesa.