Sueños que tuvimos de niños

Una estrella fugaz

Estábamos a finales de la década de los noventa, cuando yo estaba en el servicio militar. Los días eran siempre iguales, y las actividades de cada día nunca cambiaban. Por la mañana, a las 5:00, todos debían estar despiertos, bañados y uniformados. Si el general llegaba y alguien no estaba listo, todos saldríamos al patio a recibir algún castigo. Las camas debían estar totalmente arregladas, perfectamente tendidas y alineadas simétricamente la una de la otra, si el general veía una arruga en la sábana, una cobija mal doblada, o una cama desviada, todos saldríamos al patio de castigo. A las 6:00 era la hora del desayuno, a esa hora el pelotón elegido la noche anterior ya debía tener todos y cada uno de los platos servidos, de no ser así, de llegar a fallar por tan sólo un mísero minuto, todos saldríamos al patio de castigo y, además, estaríamos sin comer hasta el almuerzo. Claro que, a esa hora, y también en la cena, se corría el mismo riesgo de no comer por una falla en el tiempo. A las 8:00 era la hora de la limpieza total del pabellón. A las 10:00 empezaban los cursos especiales: Primeros auxilios, control de incendios, paracaidismo, parapente, y muchos más. A las 12:00 llegaba el almuerzo, con sus riesgos incluidos. A las 13:00 empezaban los diferentes cursos de tiro. A las 15:00 era hora del ejercicio físico –En realidad, lo común era que el ejercicio físico se hiciera incluso antes del desayuno, pero a los generales de ese cuartel les gustaba hacer las cosas a su manera. – Bajo el potente sol que te hacía arder la piel, nunca faltaban el par que se desmayaba y era llevado a enfermería –Muchas veces era yo el desmayado. Pues, de vez en cuando, el cuerpo te pide un descanso. – A las 18:00 empezaba el tiempo de juegos: Billar, dominó, póker y algunas veces incluso jugábamos a los dardos. A las 21:00 era la hora de la cena y, al igual que las comidas anteriores, todo debía estar listo al margen del tiempo. Y, por último, desde las 22:00 hasta las 00:00 cada quien podía hacer lo que quisiese: Algunos leían algunos libros, otros veían revistas mientras pensaban en sus esposas, otros escribían cartas, algunos hablaban de sus tristes vidas y otros de las vidas que quieren llevar fuera del cuartel, etcétera.

Yo no solía hacer nada. Ningún libro lograba captar mi atención. Ninguna de las revistas que había me parecía interesante. Tampoco tenía familiares interesados en cómo me estaba yendo en ese lugar. Y, en cuanto a una mujer, no había más que una ilusión esperándome allí fuera. Después de un tiempo empecé a sentir que no estaba aprendiendo algo de valor en ese lugar, toda la rutina se repetía cada día igual al día anterior. Hasta que llegó el día favorito de todos, el día de las visitas. Ese día tuve que cuidar a Rosie, una niña de nueve años, hija de mi compañera más cercana de todo el grupo. Era de suponerse que sería sólo por la mañana. Mi compañera asistiría temprano a un curso extra de natación rápida, y volvería para el almuerzo. Así yo podría tomar una siesta. Ya que yo no recibía nunca visitas. Muy por la tarde mi compañera me explicaría la razón de su retraso, uno de los alumnos del curso había sufrido un accidente en el lugar donde realizaban las pruebas de natación.

Por la mañana no pasó nada importante. Llevé a Rosie al parque y, mientras ella corría de aquí para allá de un juego a otro, yo la vigilaba desde el mismo banco mientras fumaba un cigarrillo tras otro, tras otro. En un momento ella se me acercó y, por su adorable expresión, parecía estar enojada.

– Mi mamá dice que fumar a tu edad es joderse la vida. – Dijo arrancándome, sin miedo a quemarse, el cigarrillo de la boca.

– ¿Y no te dijo que ya de por si nuestra vida es jodida? – Dije sacando otro cigarrillo de la caja

– ¿Cuántos años tienes? – Dijo ella girando un poco su cabeza.

– Tengo 32. Y más te vale decir algo inteligente, o encenderé este cigarrillo también. – Dije sacando ahora el yesquero.

– Jodido estás por ser tan joven y resignarte a una vida jodida. – Dijo junto a una sonrisa pícara y luego salió corriendo a los columpios.

Mi compañera ya me había advertido que Rosie era algo audaz con palabras a pesar de tener sólo nueve años. Pero creía que sólo lo decía por ser su hija y no por ser cierto. Para ese momento comencé a pensar que en realidad sí lo era.

Luego del parque fuimos a la heladería, pagaría con el dinero que mi compañera me había dado en caso de que algo pasara. Y en realidad algo nos había pasado: El sol calentó mucho al mediodía, y no hay nada mejor que un helado de dos sabores para calmar un poco el calor.

– Ese señor que va ahí no cree en Dios. – Dijo la niña mientras saboreaba su helado de chocolate.

 – ¿Por qué dices tal cosa? – Contesté ante su repentina ocurrencia.

– Cada uno de nosotros tiene un Dios, amigo. Pero este puede dejar de existir por dos razones: O no creemos lo suficiente en él, o no aguanta nuestra vida y éste se suicida. – Dijo muy convencida.

– ¿Qué te hace creer que cada uno de nosotros tiene un Dios diferente? – Le dije mientras yo saboreaba mí helado con sabor a limón.

– Y… ¿Qué te hace creer a ti que un solo Dios puede con millones y millones de personas? – Me debatió ella.

– Es lo que siempre nos han dicho. – Dije encogiéndome de hombros.

– Y mi mamá dice que creer todo a la primera es inútil.

– Culminó la niña, luego, cambiando el tema de la conversación, me pidió que le comprara otro helado y que luego volviéramos al cuartel para ver si su mamá ya había regresado.



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En el texto hay: casa abandonada, cementerio, amor

Editado: 28.04.2021

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