– Una casa abandonada nunca queda realmente sola, ya sea por los visitantes que llegan, o por las almas que nunca se van. – Fue lo que dijo mi nano al preguntarle quien vivía en la extraña casa que se encontraba en medio de nuestra calle.
La casa no era para nada espeluznante, al menos por fuera. Era de un agradable color turquesa oscuro, que estaba algo sucio; ventanales de vidrio, sucios también, un gran jardín, con la maleza muy alta, las rosas muy grandes por falta de poda, y una enredadera que ya estaba cubriendo la casa por debajo.
Ella era, en su total descuido, muy hermosa por fuera.
Eso despertó mi curiosidad hacía la casa. Pues nunca, en unos cuatro años, se había visto salir ni entrar a nadie de allí. No había sido demolida, remodelada, vendida u ofrecida a los turistas. Ningún millonario la había querido comprar, teniendo en cuenta que, bien arreglada, esa casa sería una buena adquisición. Ningún ladrón entró nunca a desvalijarla, aunque quizás no había nada de valor allí dentro. Ningún vagabundo, y de esos sobraban en el pueblo, intentó tomar el lugar como posada. En resumen, la casa fue tomando las características de un objeto decorativo: No se mueve, no se vende, no se toca, pero se deja ahí porque es lindo de ver.
La casa estaba a unas cuatro casas de la mía, la admiraba siempre que iba al parque. Aunque mi nano decía que podía ir cuando quisiera, yo me aterraba pensando en las cosas que allí pudiese encontrar.
– La curiosidad mató al gato, pero el gato murió sabiendo. Y si el gato no hubiese sabido nunca, lo hubiera matado la intriga. – Decía mi nano cada vez que pasábamos junto a la casa, pues notaba que yo la seguía con la mirada.
– Está bien, iré, pero quiero que vengas conmigo. – Le respondí yo en un arranque de valor.
– Estoy viejo para las sorpresas, ve con alguien más. – Dijo sonriendo.
– No puedo, los niños de la calle me tienen miedo porque juego con muñecas sin cabeza. Y, atacar al niño del frente la vez que se vistió de amarillo, tal vez no fue lo mejor. Pero él se lo buscó, sabía perfectamente que no soporto el amarillo. – Dije un poco apenada.
Luego, un incómodo silencio nos acompañó lo que quedaba del camino a casa.
– ¿Cuándo irás? – Preguntó mi nano mientras entrabamos a casa.
– Iré mañana. Ya por hoy es tarde, y tengo que hacer la cena para la doncella Britney y madame Lulu. Esas mujeres, aunque no tienen cabeza, comen mucho, aunque creo que algunas veces le dan su comida a tu gato azul.
Desde los once años había estado sola con mi nano y mis dos muñecas, sin ningún cambio relevante. Mis padres se fueron de casa cuando herí al niño del frente, tras lanzarle una piedra en la cabeza. No sé de quién fue la culpa, si mía por tener tan buena puntería, o si de él por no tener buenos reflejos. Mis padres, al irse, sólo decían que lo mejor para mí era quedarme con mi nano, y que vendrían a verme cada vez que tuvieran tiempo libre.
Aunque al principio me costó adaptarme al día a día de la casa de mi nano, luego de dos semanas todo se volvió más sencillo y cómodo para mí. Se comía puntualmente a las siete de la mañana, al mediodía, a las cinco una merienda y las nueve la cena. Él estaba al pendiente de los medicamentos que tomaba, desde hacía tres años a causa de las repentinas convulsiones que sufría. Y siempre que me portaba bien me llevaba al parque. Cada cierto tiempo me llevaba a la peluquería, y siempre me compraba ropa nueva cada seis meses. Mi nano era muy carismático para ser un hombre de 40 años. Era regordete pero fornido. Y muy cariñoso, siempre me abrazaba cada vez que me daban arrebatos de rabia. Me tranquilizaba con un fuerte abrazo, mientras me arrullaba una linda melodía y acariciaba mi cabeza. No me gustaba cuando mi nano se marchaba por una semana e iba un amigo suyo a cuidarme, él no me entendía y tampoco me prestaba la misma atención que mi nano.
La mañana en la que iría a la casa abandonada, mi nano me eligió lo más bonito que tenía en el closet. Un hermoso vestido azul y unas zapatillas blancas. También me arregló el cabello haciéndome un par de moñitos. Llevé conmigo a la doncella Britney; ya que madame Lulu era más refinada y precavida, y no le gustaba tener ese tipo de aventuras. Antes de entrar a la casa, la noté mucho más hermosa que los demás días. A pesar de que estaba igual a los demás días, ese día parecía salirle una especie de resplandor desde el interior. Mientras caminaba hacía la puerta iba tan lento, que noté como toda una fila de hormigas iban desde la casa hasta su hormiguero, llevando encima de ellas migajas de comida. Estando ya en la puerta, miré por un momento hacía atrás para ver si alguien me estaba viendo. Al convencerme de que nadie más estaba allí, abrí la puerta lentamente, ésta rechinó tal cual lo hacen las puertas viejas y sin uso.
Lo primero que vi al abrir la puerta fueron unos cuadros, eran 3 en total. En cada cuadro había retratado alguien diferente. Uno era de una mujer que casi llegaba a la mediana edad, tal vez tenía 36, igual que mi madre; la mujer del cuadro estaba bien vestida, y su sonrisa era muy hermosa. El del otro extremo tenía a un hombre, que tal vez era un par de años mayor a la mujer, de un blanco pálido, y aunque no mostraba una sonrisa, daba la sensación de estar feliz. El cuadro del medio tenía sólo una silla vacía. Todos los cuadros estaban ambientados en esa misma sala, y la falta de un miembro en el cuadro del medio fue lo que más llamó mi atención ese instante. Ahora tenía una idea de quienes habitaban la casa, eran una familia pequeña. En el resto de la sala no había nada más llamativo; había una televisión, una radio, marcos fotográficos sin fotos en ellas, muebles llenos de telarañas, al igual que las esquinas de arriba de las paredes. En la cocina y el baño tampoco habían cosas interesantes, sólo había telarañas, polvo, y una que otra rata que al verme salía corriendo.