MADISON, 4 AÑOS
Una pala más. Sólo una pala más de arena y terminaré con mi castillo.
Resoplo, y trato de sacarme las ondas que caen por mi frente, tapándome los ojos. Me doy por vencida y levanto mi mano para quitarme el cabello.
¡Muy bien, ahora sí estoy completamente cubierta de arena!
Mamá se va a enojar.
Bueno, sé que no se va a enojar pero sí dirá algún que otro insulto al ver que no podrá lavarme el pelo con tanta facilidad.
Largo una risita y continúo construyendo mi castillo de arena.
Ella sin dudas es la mujer más linda que existe. Amo el color de sus ojos, tan parecidos a los míos, y amo su cabello suave y brillante. El mío no es igual al suyo; no es dorado. Mi pelo tiene el tono de la miel que pone sobre mi tostada en la mañana.
Mami dice que me parezco a mi papá y también a la hermanita de él; pero cuándo observo a mi papá me doy cuenta de que no tenemos el mismo color de cabello y, sé que tampoco tiene hermanas.
Mi única tía es Alexandra, y esas dos amigas que vienen a verla de vez en cuándo; una se llama Ámbar, y la otra... Creo que Orianna. ¡Sí, se llama Orianna!
A veces no sé a qué se refiere cuándo me compara con mi papá; me ve muy pequeña y piensa que no comprendo las diferencias...
Pero sí las comprendo.
Mi papá se llama Jordan, y la he escuchado decir Nicolas.
No me gusta no entender qué significa eso.
Suspiro y miro a mi costado; el niño que está a mi lado también forma un castillo de arena. El suyo es muy lindo, y el mío... El mío está espantoso.
De un manotazo destruyo mi creación, hasta que solo queda arena esparcida en el arenero de la plaza.
Bufo y me cruzo de brazos. ¡No haré otro! ¿Para qué? ¿Para que el de él sea más lindo que el mío? ¡No!
Mejor dejo los castillos y me voy a los columpios.
La tarde está empezando a caer y casi todos los niños se están yendo a sus casas.
Papá todavía se encuentra en la oficina, dijo que necesitaba agarrar unos papeles de urgencia y que yo lo esperara en la plaza, jugando; que no me moviera de aquí; que demoraría unos minutos.
Sonrío y limpio mis pantalones como puedo. Si los niños se van a sus casas a tomar la merienda, significa que la plaza quedará sólo para mí, y eso me gusta. Los columpios, toboganes, subibajas y calecitas para mí, cuántas veces quiera.
Me inclino para arreglar las agujetas de mis zapatos, y una sombra tapa lo que queda del sol, permitiéndome comenzar con el nudo que nunca me sale bien.
—¿Necesitas ayuda? —preguntan.
Evito levantar la cabeza. Siento miedo. Mamá siempre me ha dicho que jamás hable con extraños, y éste señor extraño lo es; nunca había escuchado su voz.
—No —susurro con temor, mientras las agujetas no forman esa linda moña que mami hace, cada ocasión que ata mis tenis.
—Tal vez... Si me dejas, pueda enseñarte cómo funciona —se agacha y sin esperar mi respuesta, agarra los cordones blancos—. Mi hermana mayor solía enseñarme así: ¿conoces la historia del conejito?
Arrugo mi ceño y niego.
—No.
Se ríe, y por primera vez me animo a alzar la cabeza y observarle el rostro.
No es muy viejo, y me gusta la manera en que me sonríe. También me gusta el color de sus ojos. Son verdes, y marrones, y brillan mucho.
—Primero hacemos una cruz —me explica—, y después los doblamos. ¿Ves lo mismo que yo?
Con concentración analizo las agujetas pero... Sólo veo dos orejas.
¡Dos orejas!
Emocionada por el descubrimiento finalmente asiento —¡Sí!
—¡Y los conejitos quieren entrar a su madriguera, así que tienen que dar la vuelta entre ellos para pasar a la cueva, por el agujerito.
Con felicidad aplaudo y me levanto.
—¡Gracias! —chillo.
Él me imita, se sacude la arena de sus pantalones de color negro, y vuelve a reír.
—Es fácil. Pídele a tus padres que te ayuden a memorizarlo.
Sin borrar la sonrisa de mi cara, afirmo.
—¡Lo voy a hacer! —doy la vuelta y antes de despedirme del señor desconocido, con curiosidad le pregunto—. ¿Por qué me lo dijiste?
Se acerca a mí y debo levantar demasiado el rostro para mirarle; es muy alto.
—Porque estaba de paseo, y vi cómo destruías tu precioso castillo de arena; me pareció que te enfadaste mucho cuándo no pudiste atar tus cordones.
—Mamá me lo explica, pero no me acuerdo —me quejo—. Y mi castillo estaba feo. Había un niño que lo hizo más lindo. Te lo mostraría pero también lo rompió y ya se fue.
Se inclina otra vez y ahora sí consigo observarle bien.
Me encantan sus ojos, son tan hermosos como los de mami; y me encanta su voz; sería mi cuenta cuentos preferido, mejor que papá.
Le podría dar mi historia favorita; la de Rapunzel, para que me la lea todas las noches, antes de dormir.
—Cuándo paré allí, en ese semáforo —dice señalándome su coche blanco, grande y bonito, estacionado a pocos metros de la oficina de mi padre—, y te vi, creí que había visto a alguien más.
—¿A quién?
—Mi hermana era muy parecida a ti, y a mí. Se enojaba si algo no le salía como quería.
—No siempre me enojo —me defiendo—, a veces lloro.
—¿Y qué te dicen tus papás?
—Mi papá que no debo llorar, y mi mamá —sonrío, al recordar cuándo Tyler me tiró del cabello y la maestra no lo reprendió. Ella se enfureció tanto que armó un escándalo, luego me llevó a comer Mc Donald's, y por último me regaló una muñeca—. Mi mamá me cura para que yo no siga llorando.
—Eso es increíble —el sol empieza a ocultarse y sin poder evitarlo miro en dirección a la oficina de papá. No ha salido y está comenzando a hacer frío—. ¿Te has quedado sola aquí? —pregunta con preocupación.
—Mi papá trabaja ahí —le señalo el edificio—. Yo estoy esperando.
—Pero es peligroso que estés sola. Ya no hay niños en la plaza.