—¿Por qué no me dices qué es lo que realmente te tiene perturbada, Charlotte?
Subo las piernas en el sillón, apoyo mi codo en el posabrazos y me toco la frente varias veces.
—No sé cómo explicarlo —me rasco las cejas.
Leslie me mira por encima de sus gafas—. Haz el intento.
Cubro mi boca con los dedos, vuelvo a rascarme la frente y para descargar la enorme ansiedad que estoy sintiendo me recojo el pelo en una desarreglada y alta coleta.
—En primer lugar —me cruzo de piernas como un indio—, de nuevo estoy teniendo pesadillas.
Mi terapeuta enarca una de sus castañas cejas—. ¿Otra vez?
Asiento con frenesí—. Hacía meses que no me sucedía. Empezaron antes del cumpleaños de mi hija... De nuevo —enfatizo.
—¿Tu pesadilla es recurrente? —se interesa, apoyando su libro de apuntes en su regazo y acomodándose en el diván que está frente a mí.
Ausente, afirmo con la cabeza.
—Es como revivir en mis sueños lo que pasó hace ocho años atrás. Es tan real, Leslie, tan real que me despierto agitada, llorando, gritando como una loca.
—Cuándo te secuestraron a ti, a tu novio y a toda su familia —escribe algo y se centra en mí—. El homicidio de tu cuñado...
—Y el bastardo que yo maté —concluyo sin una pizca de arrepentimiento, pero sí estremeciéndome al recordar aquel día y la maldita pesadilla que otra vez ha comenzado a asediarme.
—Para defenderte —puntualiza.
—El bastardo que yo maté, para defenderme —repito.
Leslie suspira y hace una mueca pensativa.
—¿Hay algo que te esté perturbando más que la propia pesadilla?
Extrañada la observo—. ¿Qué?
—A veces puede ocurrir que algún suceso estresante, triste o agobiante te lleve a exteriorizar esas emociones negativas en los sueños. Por otra parte, influye que el día que te separaste de tu novio marcó un quiebre en tu vida y dejó una etapa sin concluir, ni para bien ni para mal. En tu psique se repetirá hasta el cansancio eso... Porque de forma instintiva buscas darle un final a aquello que pasó y que no tuvo ninguna resolución.
Me reclino en el sofá y vuelvo a bufar.
—Cada vez que Madi está por cumplir años siento que me vuelvo loca —confieso—. Es como si todo el pasado se me viniera encima y me llenara de puñetazos en la cara.
—¿Así te sientes? —ausentándome por un momento del presente y recordando el instante que supe de mi embarazo, asiento—. Te voy a prescribir un ansiolítico para que logres equilibrarte.
—¡Es que no entiendes! —me exaspero de repente.
Leslie abre grande sus ojos de color chocolate y alza una ceja.
—Explícame...
—Todo está bien —inicio, estirando nuevamente mis piernas a lo largo del sillón—. Madi es un sol, la amo con todo mi corazón. Es una niña increíble. Mis hermanos, aún con pequeños dolores de cabeza que me dan dos por tres se están encaminando y estoy orgullosa de mí por haber sido un estandarte aceptable para ellos. Me encanta mi trabajo. El próximo año tendré mi diploma. Tengo mi casa, mi auto, mi familia, pero...
Me quedo callada un momento.
—¿Pero? —insiste.
—¡Jordan! —exploto, levantando mis brazos al aire—. ¡Es Jordan!
Mi terapeuta y psicóloga. La que visito cada jueves después de trabajar y por la que me pierdo de recoger a Madison de la escuela, se aclara la garganta.
La conozco desde que mi hija era bebita. Orianna me la recomendó una tarde, cuándo le conté que me costaba respirar, que sentía que me iba a morir pese a que mi mundo funcionaba igual que siempre, que comenzaba a sentir pánico de salir a la calle porque las pesadillas eran un maldito recordatorio de que en general, la vida podía ser muy hija de puta si se lo proponía.
Esa tarde supe que necesitaba ayuda. Que necesitaba ayuda urgente y profesional, si pretendía hacerme cargo de un adolescente, dos niños, y un bebé que estaba en camino.
Fue entonces que conocí a Leslie Trenton. Especializada en psicoterapia.
—¿Qué ocurre con Jordan? —se inclina hacia adelante.
—Hace dos días volvió a tocar el tema del compromiso. Me dijo que —inhalo profundo—... Como que había llegado el momento de considerar el matrimonio. ¡El matrimonio!
—¿Hace cuanto son pareja?
Ruedo los ojos—. Cinco años.
—Y viven juntos.
Hago un gesto dudoso—. Sí pero... él está en mi casa y se le nota que no se acostumbra a ella. Yo lo sé, lo veo. Jordan nació rodeado de lujos, y bueno... Mi casa es modesta en comparación a lo que él acostumbra.
—¿Eso significa?
—Que Jordan insiste en mudarnos a una casa grande y yo no quiero eso. Mi hija ama nuestro vecindario y nuestro hogar. Es un tira y afloja del que nadie se percata, sólo nosotros dos. Yo no deseo mudarme, él no desea quedarse porque siente que merece más.
—Y en la imperceptible puja de poder que ambos se disputan, ¿quién acaba venciendo?
Inspiro, y exhalo despacio.
—Yo.
—Jordan es el que cede —escribe unas líneas en su agenda—. ¿Tú crees que la culpa es de Jordan y su insistencia en la mudanza, que no se oficializa el compromiso? ¿O tuya, que buscas una excusa para no dar ese paso del que luego se te va a hacer muy difícil echar para atrás?
Golpeteo los dedos en el posabrazos del sillón.
Con Leslie sin filtros y sin miedos soy genuinamente sincera. Soy autocrítica. Lo digo todo sin ningún temor.
—Es mi culpa por supuesto —confieso—. ¡Es que no puedo! ¡No puedo casarme con él, y él lo sabe! Pero me presiona. Siento que me presiona.
—Él está enamorado, Charlotte.
—Sí, lo está, pero también sabe que yo no puedo corresponderle. Que deseo, me esfuerzo, hago mi mejor intento por enamorarme de él porque es un buen hombre, pero no me nace. Sencillamente no me nace.
—¿Y porqué no lo dejas? —inquiere.
—Porque lo quiero. Es mi amigo más allá de todo. Madison lo ama. Nos acostumbramos uno al otro, y a las exigencias del otro...