Sugar Baby Libro 2

CAPÍTULO CATORCE

NICOLAS

—¡HENDERSON! —mis dientes rechinan cuando algo hace un ruido ensordecedor contra la reja de mi celda—. ¡HENDERSON, ARRIBA QUE ESTAS NO SON HORAS PARA DORMIR!

Otra vez el ruido casi torturador. Ese mismo sonido que hace el tenedor raspando un plato. Un ruido capaz de enloquecer a cualquiera.

Reprimiendo el dolor que siento en todo mi cuerpo, me voy enderezando.

Recién en la madrugada pude pegar el ojo. Y aunque hubiera pagado con mi vida para dormir en un pedazo de polifón, tapado con cartones, agradezco al hecho de haber podido dormir al menos unas horas en este banco de concreto.

—Tal vez hoy sea tu día de suerte, princeso —el guardia que custodia el pasillo dos de la estación me ve con una sonrisa idiota en la cara. Parece que disfruta de joder la maldita existencia de los detenidos aquí—. ¿Vas a desayunar? ¿O te vas a la corte con apetito?

Respiro profundo y tenso la mandíbula. Me muero por acercarme, lanzarle un puñetazo por entre medio de las rejas y partirle la nariz.

—No quiero desayunar.

—¿Ah no? —finge pesar—. Qué mal.

Bajo los pies al piso y me retuerzo. Estoy helado, muerto de frío. La chamarra no me hizo entrar en calor anoche y tuve que ponerme como un ovillo para no amanecer congelado.

El sábado a la noche, cuando regresaba a mi celda, después de que la arpía desgraciada se fue, dejándome con la palabra en la boca y mil preguntas sin respuesta, noté que los demás detenidos tenían almohadas, frazadas e incluso colchonetas.

Todos... Menos yo.

No me importa. Al final, mi abogada tiene razón. Yo no quiero estar acá. Nadie en su sano juicio querría estar acá.

—Quiero usar el teléfono —digo.

Ayer pedí mi llamada del día para dar con la abeja reina. Al menos esa fue la tarjeta que le dio a la sargento. Una tarjeta con su nombre y su número de contacto.

La llamé y no me atendió. Volví a llamarla y le dejé un mensaje en el buzón pero nunca me avisaron de que tenía una llamada luego de aquello.

—Lo siento princeso —el tonito que se trae y que me diga así, me pone de malas—. No es la hora de llamadas —me muestra un plato que ni de broma pienso comer y se encoje de hombros—. ¿Ibas a tratar de comunicarte con la buenorra de tu abogada? —me muerdo la lengua con su pregunta. Ayer empezó igual. A provocarme. A querer sacarme de las casillas. Buscándome para que pierda la paciencia, lo agreda y entonces sí, acabe jodiendo y empeorando mi situación.

—Te tendría que importar una mierda a quien vaya a llamar —espeto, acercándome a la reja.

El policía hace cara de "si tú lo dices" y pega el rostro a las varillas de hierro.

—Tiene un culazo y unas tetas espectaculares —se sonríe y su papada gorda y desagradable se acentúa—. Y una boca que debe mamar como los putos dioses —me pican los dedos, el corazón me late de prisa. Mentalmente cuento. Primero hasta diez, luego hasta veinte—. Henderson, se comenta por recepción que te la tiraste hace unos años.

—Cierra el hocico —le advierto.

—Aunque ahora es la mujer del provisorio fiscal de distrito —se ríe—. ¡El festín que se debe dar el suertudo con semejante hembra!

Por instinto estiro las manos y lo agarro de las solapas de su uniforme.

—Que cierres el asqueroso hocico te dije.

—Cuidado con lo que haces, Henderson —como si sus palabras fueran veneno puro, lo suelto—. Tu culo le pertenece a la policía, no lo olvides. Si te pasas de listo no habrá fianza que te salve ni abogada que te saque de acá.

Tomo distancia, sin quitarle la vista de encima.

Estos malditos me han hecho el fin de semana, un calvario.

Cada comida del día que me trajeron estaba sucia. Tenía barro, piedras, incluso la que me ofrecieron el domingo a la mañana tenía mal olor.
Ayer pedí usar las duchas. Me lo negaron.
Cada una hora viene un policía. A veces este idiota, a veces otro. Me insultan, en baja voz hablan de Charlotte o de lo que me harían si caigo en la prisión estatal.

Tienen mi cabeza embotada. Nunca pensé necesitar tanto salir de acá. Nunca recordé tanto las palabras de Charlotte como anoche.

Eso.

Y el haberme dicho que tengo una hija.

¿Una hija?

Dios.

A cada minuto la odio más.

La odio por dejarme vuelto un completo lío.

La odio porque cada vez que viene a mí me enloquece. Se para, habla, actúa como una implacable reina y eso... Al final termina gustándome. Soy un maldito masoquista porque me encanta y me hace detestarla mucho más.

—Por cierto —el chasquido de sus dedos me hace dejar de pensar en Charlotte—. Ayer lloriqueabas por un baño. Tienes el permiso de usar las duchas —se sonríe—. ¿Aún necesitas el baño? —lentamente afirmo. Me urge una ducha. Necesito quitarme el frío. Ruego por un poco de agua caliente—. Bien —abre la reja de la celda y hace un ademán para que salga—. Para que aprecies nuestro trato, te ofrezco una muda de ropa limpia —me empuja para que camine—. Tenemos algunas prendas del uniforme de la prisión —carcajea y mis ganas de darle una paliza, crecen—. Quedarías bonito usando el color naranja, princeso.

—¿Y porqué mejor —suelto una risita corta y baja, —no te metes la ropa en el culo?

Me empuja de nuevo, con fuerza pero no caigo. A empujones me lleva a las duchas y me avienta una toalla que cae a mis pies cuando llego a uno de los cubículos.

—Estoy en la puerta —informa—. Diez minutos.

Se va y rápido me desvisto, más por el frío que caló hasta mis huesos, que por su ultimatum de tiempo.

El agua hirviendo pone mi piel de gallo. Me estremezco y suspiro de alivio al sentir que me recompongo.

Cierro el grifo, contando mentalmente los minutos que me dio el jodido policía. Me seco con la toalla y me pongo la misma ropa con la que me detuvieron, me trasladaron y me trajeron aquí.




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