Sugar Baby Libro 2

CAPÍTULO VEINTIDOS

CUATRO DÍAS ANTES DEL JUICIO

 

NICOLAS

 

Los ojazos celestes de ella se abren de par en par. Su cara se sonroja y no es sólo de calentura.

Está hecha una furia.

—¡¿Pero qué mierda te crees que soy?! —me grita.

Mantengo mi sonrisa y me acomodo el pantalón. Tenerla cerca, rozar su delicioso cuerpo y haberla besado me la puso dura. Si no me voy ya del bendito estacionamiento me la voy a terminar follando aquí mismo.

Una mala idea, por cierto.

La miro con burla, al borde de comerme esa bocota otra vez. Estoy a punto de lanzarme sobre ella como un maldito adolescente desesperado.

¿Cómo puede excitarme tanto esta condenada mujer y no darse cuenta de eso?

Con razón lo tiene bobo al Hayden.

A cualquier heterosexual con polla y las hormonas a mil emboba esta bruja desgraciada.

—¡Sigues siendo un reverendo idiota! —maldice, maldice, maldice y a mí sólo logra excitarme cada vez más.

Levanta las manos, las revolotea en el aire, me insulta, se queja, se quedó con las ganas y no puede ocultarlo. Mi brujita está frustrada porque quería más y por supuesto yo no pienso dárselo.

Aunque ese sea también mi puto castigo, no vamos a coger. Aunque yo me esté muriendo por desnudarla, tomarla y correrme con ella enredada en mis piernas, voy a esperar con todo mi paciencia.

El día que la tenga sola para mí... Me voy a encargar de que no vuelva a desear estar con otro jamás.

Jamás

Bajo la mirada e ievitablemente mojo la comisura de mi boca con la punta de mi lengua.

No se dio cuenta de que su buzo holgado cae por sus hombros de una manera que descaradamente me deja ver ese tentador monte que forman sus pechos y parte de la copa del sujetador.

Sujetador blanco y de encaje.

Sus labio inferior, hinchado y sonrosado es atrapado por sus dientes y echando chispas levanta la mano derecha, apuntándola a mi rostro.

De un movimiento mueve su palma y la neutralizo con rapidez.

Me encanta. ¡Con un demonio, cómo me encanta!

Me declaro un jodido masoquista pero este tira y afloje, esta guerra silenciosa que esconde el deseo que nos tenemos, me fascina.

—Le estás tomando gusto a abofetearme, nena —agarro su muñeca y tiro de ella, para atraer su cuerpo al mío.

Huelo su perfume, y Dios...

Es la perdición en envase de mujer.

—¡No soy una vaca a la que marcas como tuya! —me reclama embravecida, con su aliento a café y golosinas dando de lleno en mi nariz.

—No eres ganado —me burlo en un susurro—, pero sí eres mía —mueve la mano, no se le quita el ansia por darme otro cachetazo y su lucha de leona sólo me divierte y me prende cada vez más—. No pienso disculparme. Me va a encantar ver esa marca en tu cuello a diario. Y voy a gozar muchísimo cuando el fiscal también la vea.

Con brusquedad se zafa de mí y me observa con asombro y enojo.

—¡Inmaduro! ¡Imbécil! ¿Qué quieres, eh? ¿Meterme en problemas?

Enarco una ceja al reparar en su genuina molestia.

De veras se enfadó.

—¿Problemas? ¿Acaso tienes miedo de que Hayden se enfurezca y te azote el precioso culo que tienes? —se queda seria y pálida de repente y eso me basta para estar serio, también—. Pues te aclaro que si intenta ponerte un dedo encima, le voy a cortar la mano —advierto.

Es exactamente esta actitud en Charlotte, la que vuelve a dejarme en alerta.

Si Hayden llegara a intentar hacerle algo a ella o a Madison, voy a ser el primero en mandar el juicio a la mierda... Porque el bate de béisbol que Orianna guarda en su departamento se lo voy a partir en la cabeza sin miramientos.

—No empieces —se escandaliza—. No eres mi salvador; yo sé y puedo defenderme sola.

—No soy tu salvador, estoy de acuerdo, pero por mucho que te pese oírlo, soy el único que tiene derecho de hacerte sentir todo lo que sientes —la veo tragar saliva, algo nerviosa—. Sólo yo puedo provocar tus lágrimas, sólo yo puedo hacerte reír —me acerco a ella—, y sólo yo te voy a hacer gemir —me aclaro la garganta—. Así estamos, nena: si Hayden te toca un pelo... Le quiebro las manos.

El asombro reluce en su hermoso rostro.

—Yo no soy tu maldita compra de supermercado —niega, y las ondas doradas de su pelo se mueven al compás.

—No, bruja, no eres mi compra de supermercado —sujeto su barbilla aún cuando se resiste a que lo haga—. Pero por mucho que reniegues, en tu interior admites que te encanta oírme decir que me perteneces. Que vas a ser mía de nuevo y en todas las formas posibles.

—Perturbado —masculla—. Estás muy perturbado, Nicolas.

Entrecierro los ojos y me repito en mi subconsciente hasta diez veces lo mismo.

«No vuelvas a besarla»

«Por más que te tiente con sus frases secas, ofendidas y tajantes, y con su actitud de reina indomable, no caigas»

«No la beses cabrón, ¡no la beses!»

—Los dos lo estamos, nena —suelto su mentón pero no me alejo—. Si a ti no te gustara tanto como a mí este jueguito, ahora mismo estarías metida en el elevador, subiendo a tu departamento, tras haberme mandado al carajo.

Aprieta sus labios, su ceja larga, bien perfilada se alza, y su dedo índice presiona mi pecho, quemándome incluso hasta la tela de la ropa que traigo puesta.

—No soy de tu propiedad... Grábatelo —intenta alejarse pero la agarro de la cintura.

A la mierda mi autoconvencimiento.

Beso su boca con fuerza. Un beso que es rápido y que me deja ardiendo los labios.

—Ojalá el día que estés en mi cama, desnuda y a punto de correrte digas exactamente lo mismo —se ruboriza, sus ojos centellan fuego. Me fascina imaginar su sexo mojado y su intimidad ardiendo por la tensión acumulada—. Porque el deseo y tu corazón podrían llegar a traicionar a tu mente, y te prometo que si eso ocurre... No lo voy a dejar pasar —frunce el ceño. Está al borde de seguir maldiciendo pero no se lo permito—. Llámame para la siguiente reunión —traga saliva—. Y otra cosa más antes de marcharme —con seriedad y frialdad la escudriño—: quiero ver a Madison cuánto antes. Quiero estar con mi hija.




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