Sugar Baby Libro 2

CAPÍTULO VEINTICINCO

—Esto no se va a quedar así —tironeo de la mano de Nicolas. No para de lanzar amenazas, en lo que logro sacarlo del despacho de Jordan.

—¿Quieres que te esposen y te encierren? —le pregunto en una advertencia. Él pestañea—. Me suponía que no quieres eso. Así que mejor, cállate.

—Charlotte, te pegó —nos alejamos un poco de la oficina, y frena. No suelta mi mano—. Mira cómo te dejó.

—Sí —retiro la mano y lo miro fijamente—. Y me defendí. Ya te dije que no necesito que me salves. Yo puedo sola —me toco el pecho—. Siempre pude sola. Jamás necesité los cuidados de nadie. No te necesito. Tú te necesitas más que yo. Enfócate en no seguir cagándola a fondo.

—No puedo ignorarlo —se interpone. No me permite seguir caminando—. No pienso dejar pasar lo que te hizo. Eres tú, y en el medio también está Madison.

—¡¿Y qué?! —Dios, estoy tan enojada. Con todo, pero principalmente con él—. ¿Lo vas a solucionar a golpes? ¿Crees que cualquier problema se arregla a golpes de puño? —resoplo, lo evado y continúo caminando—. No te metas.

Viene detrás de mí. Camino rápido, aún con mis tacones altos, pero Nicolas me sigue el ritmo.

—¡Ey, ey! —me sujeta por el codo y no tengo más remedio que voltear a verlo—. ¿Porqué estás molesta conmigo? Te pedí perdón. Te marqué a drede, y lo hice irresponsablemente pero me disculpé. Sabes que no quiero hacerte daño.

—Ese es el punto —mascullo—. No quieres, pero me dañas. Llevas una semana y apenas unos días de estar de regreso y no paras de lastimarme, Nicolas —me suelta, me observa desconcertado—. Yo no merezco lo que haces. No voy a seguir pagando el precio de errores que cometí hace ocho años.

—Charlotte.

Inhalo profundo y retrocedo—. Anoche, cuando regresé a la casa de David te llamé —trago saliva—. Tu teléfono estaba apagado. Y Daysi me dijo que no estabas en el departamento. Que no pasaste la noche allí.

—¿Me... Vas a reclamar? —su pregunta se escucha como un lamento, más que reproche—. No estamos... No estamos juntos.

Entorno la mirada y levanto la mano para que se calle.

Sé lo que me va a decir y prefiero que no lo haga. Me duele y no se imagina cuánto, lo que hace en su intimidad.

—Está bien, no me expliques nada. No me debes explicaciones —me desprendo la chaqueta y me la arreglo—. Puedes hacer con tu vida privada lo que desees. Tú mismo acabaste de definirlo: no somos nada. Tenemos una hija, pero eso no nos une y no nos liga a ningún tipo de relación. Solamente, te voy a pedir que no vuelvas a pretender jugar conmigo —abre la boca, creo que va a decir algo pero se lo impido—. No me des una esperanza que no existe. Y no vuelvas a decirme que soy tuya, porque no lo soy. No puedo pertenecerle a un hombre que endulza mis oídos pero va y pasa la noche con otras.

Me observa y por un momento sus ojos me intimidan. Lucen demasiado expresivos.

Tan expresivos que tengo deseos de llorar.

Por lo que me hizo Jordan, porque el rostro me duele como si me hubieran aventado un ladrillo, y porque mientras él pasaba la noche con una mujer, yo, por un instante me sentí vulnerable y necesité oírle la voz.

Relamo mis labios, tomo mucho aire y el deseo de quebrarme se desvanece.

Soy una reina.

Las reinas no lloran. No se rompen. No caen.

—Bruja, sí sabes que me pasan muchas cosas contigo.

Hago un gesto de desaprobación que interrumpe sus palabras.

—No es el momento para hablar de esto —vuelvo a suspirar y miro mi mano—. Y la verdad... Ya no sé si quiero hablar de esto en algún momento. De cómo te pasan cosas, me dices que te pasan cosas, me confundes, me buscas, me seduces y luego... Te refugias en mujeres desconocidas y sexo casual —voy girando en mi dedo el anillo que él me regaló y que jamás me quité; hasta hoy—. Quédatelo —se lo guardo en el bolsillo de la chaqueta—. De infinito entre nosotros sólo hay un precipicio —aprieto los labios, me tomo un instante para reorganizar mis ideas y finalmente, le doy la espalda—. En diez minutos preséntate en la sala de audiencias. Está dos pisos arriba de este. Te esperamos allá.

[...]

—¡Orden por favor, orden! —el mazo de Jules Cabott suena contra el estrado y me pone los pelos de punta.

Empezó lo que más temía y lo que hace una semana me tiene sufriendo de insomnio y ansiedad.

Hay gente sentada detrás de mí. A mi costado pero lejos está Jordan y su equipo de distrito. Y cerca, muy cerca de mí está Nicolas.

—Todo va a estar bien —la voz tranquilizante de Peter en mi espalda me relaja un poco.

Abro mi carpeta y saco los documentos para ordenarlos en la mesa que me tocó.

Podemos pasar el día entero metidos en la sala.

Y si nos quedamos sin herramientas, el jurado podría pasar días para que llegar a un veredicto.

No sé cómo voy a aguantar el estrés del encierro, de ver a Jordan, de tener que esperar.

Saco mi celular de mi bolsillo porque acabo de recibir un mensaje.

Encontré lo que me pediste. Hice dos copias de pendrive.

Mi corazón late más rápido. Me paso la mano por la frente y respondo un rápido:

Estoy en audiencia, te llamo luego. Gracias!!!!

Guardo mi teléfono, tomo un trago de agua y rezo porque el cosquilleo que siento en la columna no se transforme en una crisis.

—¿Y bien? ¿Qué tenemos? —la jueza repara en Nicolas—. Acusación por homicidio involuntario de tres víctimas. ¿Abogada?

Respiro hondo.

Jules Cabott es ultra conservadora, sí, pero es de las juezas más neutrales que ejercen en Seattle.

—La defensa se mantiene en postura de declarar inocente al señor Henderson, y llama al padre del acusado, David Henderson a declarar en el estrado.

Estoy tensa pero aún así me controlo. Ojeo a David, que se para, pasa al frente y se sienta al lado de Jules.

—Le recuerdo que está bajo juramento y cualquier falso testimonio será castigado con pena de perjurio —él asiente, toma lugar y me mira.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.