Termino de lavar, secar y guardar el último plato que estaba sucio en la pileta.
Me seco las manos en un fregón, y luego las ultra seco en mi remera.
Miro la hora en el reloj que cuelga de la pared; son más de las doce y todavía sigo despierta.
El vapor de la caldera empieza a emanar con furia así que apago la cocina y me sirvo agua hirviendo en una taza.
Este es mi momento del día. El momento que tengo para mí. Realmente para mí.
Me preparo un té, me recargo en la mesada y me quedo contemplando el vacío, sin pensar en nada.
Es como un bloqueo mental. Como un mal necesario que por unos minutos a diario me deja totalmente en blanco.
Bebo un sorbo y apoyo mis labios en el filo de la taza. Una taza grande y ancha que a duras penas llego a sostener en la mano.
Parpadeo, mirando el espacio multicolor y a la vez sin matices, que hay entre las patas de la silla que conforma el juego de comedor. Un espacio determinado lleno de todo, pero para mi cerebro en stand by, lleno de nada.
Cruzo las piernas y me deleito en el sabor de mi Green Tea & lemon.
Madison duerme desde hace largo rato. Estaba agotada mi pequeña. Desde anoche no ha podido conciliar el sueño.
Descruzo las piernas.
Okeeeeey
Ya se terminó mi recreo mental. Ahí vuelve al ruedo mi cerebro.
Otra vez siento la culpa que me carcome. Odio exponer a mi hija a situaciones de mierda.
Odio hacerla pasar mal.
Quisiera...
¡Ahhhgg!
Quisiera meterla en una cajita de cristal y que nunca nada triste, ni feo, ni malo le suceda.
Dejo la taza en la mesada y me desato el lazo que me puse en el pelo. Me hago una coleta alta y desordenada y vuelvo a ponérmelo.
Recargo ambas manos en el frío fogón de mármol gris y me quedo mirando al frente.
David me rogó que dejara el departamento, luego de saber que Jordan me había golpeado. Incluso me pidió que manejara dos opciones: mudarme a su casa o regresar a Nueva York con Madi y mis hermanos.
No intercedí por ninguna.
Elegí quedarme acá.
Y no por ser una mártir suicida que espera por otro ataque de su ex. Porque sé que Jordan va a volver por mí. Lo sé porque desconozco el hombre que es, y es lo peor.
Elegí hacerle frente porque es de la única forma en que voy a poder darle el castigo que se merece.
Mientras más me provoque, me hostigue, me persiga; más y más pruebas voy a tener yo para reforzar la demanda que anoche mismo planté en la estación de víctimas especiales. Una unidad que trabaja independientemente de la policía, que opera en varios estados del país, y de la que Jordan muy poco conocimiento tiene acá, en Seattle.
Aprieto los labios.
Le tengo muchísimo miedo. Me da pavor pensar en lo que pueda llegar a hacerme, o hacerle a Madi; incluso a Nicolas. Pero no hay de otra alternativa; es ir a la guerra o quedarme de brazos cruzados viendo cómo hace de mi vida un calvario.
No lo voy a soportar. Por supuesto que no.
Mañana mismo voy a ir a recoger el pendrive.
Ese pendrive va a ser el inicio del final, para Jordan Hayden, como fiscal de distrito.
Me saco las pantuflas y me estremezco cuando la frialdad de las baldosas hace contraste con el calor de mis pies.
Muevo mi cabeza para los dos lados, haciendo crujir mi nuca, pero dos golpes en la puerta de entrada me petrifican, me dejan a mitad del ejercicio para descontracturarme.
Mi corazón da un vuelco y mis piernas se ponen a temblar.
Dos golpes más.
Giro hacia un mueble rinconero y abro el cajón de los cubiertos. Saco lo primero que veo, la cuchilla de filetear carne y la escondo en mi espalda, entre mi piel y mi camiseta de dormir, holgada y bastante corta como para ocultarla del todo.
En puntas de pie, muy lentamente me voy acercando a la puerta.
Vuelven a golpear e indeclinablemente el miedo se apodera hasta de mis entrañas.
Mis dientes castañean, y cuando pongo el ojo en la mirilla, el terror se cuela por mis venas.
Son dos tipos. El primero que está delante tiene la cara cubierta por un pañuelo, el otro que viene detrás se encuentra de espalda.
Me quedo callada, tratando incluso de controlar el sonido de mi respiración. Estoy a punto de ir por mi teléfono para marcarle al 911, cuando reconozco la voz al otro lado, que en un murmullo dice mi nombre.
—Ábreme por favor —se quita el pañuelo y le veo el rostro—. Lotte, por favor.
Suelto el aire que tenía atascado en mi garganta, dejo la cuchilla en la mesita redonda cerca de la puerta y con rapidez quito los seguros.
—¡Liam por Dios, ¿qué haces aquí a estas horas?! ¿Y porqué estás vestido así? —abro, mi hermano entra y su acompañante voltea.
Tal es mi asombro que no puedo cerrar la boca.
Nicolas viene con él pero eso no es lo que más me asusta ni me desconcierta. Tiene un ojo hinchado y una de sus cejas no para de sangrar.
Automáticamente pasa por mi lado, con su ropa en absoluto de color negro y manchada de sangre, la palabra PROBLEMAS viene a mi cabeza.
—¿Qué demonios pasó? —cierro la puerta, me aproximo a ellos y enciendo la lámpara de pie que adorna el living comedor.
—Vamos a tener un problema si no nos ayudas, Lotte —Liam se saca la campera negra y la tira en el cesto de basura de la cocina.
—¡Pero qué... —me espanto al ver que Nico saca de su manga un bate manchado de sangre—. ¡Qué hicieron! —mi exclamación sale de mi boca en un tono bajo, pero mi cara de seguro habrá de ser un poema.
Estoy imaginándome lo peor de lo peor... ¡De lo peor!
—Él no hizo nada —Nicolas habla, mientras se limpia con el antebrazo la sangre que no para de chorrear desde su ceja—. Yo lo hice. Yo voy a necesitar tu ayuda de nuevo...
Atónita me le acerco, agarro su buzo deportivo y estiro la tela a la altura de su pecho.