Sugar Baby Libro 2

CAPÍTULO TREINTA

—Mamá, ¿por qué todo el tiempo nos tiene que llevar Owen? 

Agarro un carrito de supermercado y entramos al Whole Food. Ella camina a mi lado, con el pelo todavía húmedo, el andar cansino y la cara bronceada. 
El almuerzo que fue también merienda en la piscina, la dejó extenuada. 

—Linda... 

—Es por lo de Jordan, ¿verdad? —me paro frente a la góndola de cereales, pero en realida la miro a ella—. Owen es como un guardaespaldas desde que Jordan te pegó y me habló en el restaurante —se encoge de hombros y pone la misma cara de superación, de "yo entiendo todo, no soy una nena pequeña"—. Me doy cuenta —va a la estantería y agarra dos cajas de Trix. Son sus favoritos y también los míos—. Antes veníamos caminando al supermercado o íbamos caminando a lo del abuelo, ahora siempre nos lleva Owen a todos lados. 

—Nos está cuidando —tomo los cereales que me da y los pongo en el carro de las compras. 

Seguimos andando. 

—¿Tan malvado es? —su pregunta está llena de decepción. 

Vuelvo a frenar, esta vez en las heladeras de jugos. 

—Es muy malvado —me acuclillo frente a ella y le toco el mentón con la punta de mis dedos—. Pero no te va a hacer nada, te lo juro. 

Madi me sonríe y me imita. Sus dedos pequeños, suaves y con aroma a colonia de Minnie Mouse rozan mis mejillas. 

—No te preocupes, mami —entorno la mirada—. Aparte... Yo ya sabía que Jordan era medio malo. 

Se aleja de mí y va a la heladera. Se esfuerza por abrirla y tras unos segundos de arduo trabajo lo hace. 

—¿Ah si? ¿Cómo es eso? —saco dos bidones de zumo de naranja, una botella multifrutal y una a pedido suyo, de frambuesas, moras y mango. 

—Sí —cierra la puerta y continuamos. 

Todavía nos falta carne, hamburguesas, leche y algo de jamón para reponer en la heladera. Verduras, frutas, y un poco de chatarrería que nunca viene mal. 

—¿Me lo vas a contar? 

Me señala la sección de galletas y asiento. Quiere de chispas de chocolate. 

—Una vez le dio una patada a Lola —freno el carro—. Y otra vez dijo que la iba a meter en una bolsa plástica y la iba a tirar al río. 

—¿Es... Es en serio, Madi? —estoy... Estoy absorta. Lo de Jordan rebasa lo diabólico—. ¿Porqué jamás me dijiste estas cosas? 

Me paso la mano por toda la cara y aprieto fuerte con la otra, el manillar del carro. 

Soy una maldita y pésima madre. 

Soy una mala madre. 

Soy la peor. 

—Es que... Es que no querías que te pusieras triste ni que pelearas con Jordan —me abraza. Su abrazo sabe a cielo—. Estabas feliz cuando estabas con él. 

Mi corazón empieza a latir tan fuerte que me duele el pecho. 

De pronto mi mente se vuelve una tromba y no puedo dejar de pensar, de volverme loca. 

Me arrodillo delante de Madison y la sujeto por los hombros. Me arde la garganta, me siento impotente y me siento una hija de puta. 

—Necesito que me digas si alguna vez Jordan se propasó contigo —la gente carraspea a mi lado porque bloqueo la estantería de galletas—. ¡Qué carajo te pasa! —le gruño, como perro rabioso a una mujer que pone cara de mierda por no poder ver las putas galletas con chispas—. ¡Estoy hablando con mi hija, así que vuelve dentro de un rato! 

—Mami... No te enojes. 

—No... No, linda, no me enojo contigo —está muy seria y yo estoy al borde de perder la cabeza—. Sólo cuéntame, ¿si? Cuéntame... ¿Alguna vez Jordan te levantó la mano? ¿Te quiso pegar? ¿Te gritó? —trago saliva. Me cuesta hasta respirar—. ¿Alguna vez... Te tocó de una forma que te hiciera sentir incómoda? 

Tomo aire por la nariz pero me cuesta exhalarlo. 
Siento un cosquilleo en la espalda y mi adrenalina está por las nubes. 

Es que si Madison llegara a decir que sí a alguna de mis preguntas... Yo lo mato. 

Me vale madres todo... Lo mato. 

Soy capaz de cortarlo en pedazos y dárselo de comida a los peces. 

—No mami, tranquila —acaricia mi pelo y yo la pego contra mi pecho con mucha fuerza—. De verdad... Jordan no me hizo nada de eso que me preguntaste. Sí le pegó a Lola y le gritaba demasiado, pero a mí no. 

—Nunca, nunca, nunca, nunca va a existir en mi vida alguien más importante que tú. Si estás feliz, yo seré feliz. Y si estás triste, yo también voy a estarlo —me separo un poco para observarla—. Jamás pienses que ocultándome lo que te hace sentir mal me vas a contentar. 

Me enderezo y tomo su mano. Con la otra y haciendo malabares manejo el carrito. 

—Ahí tiene libre su espacio de galletas —le digo a la mujer que se mantuvo cerca de nosotras refuznando como si fuera un buey. 

—Y usted tiene su estúpida casa para educar a sus hijos. 

Detengo el carro y la miro. Está para prenderme de sus pelos y revolcarla por todo el supermercado.

Su cara repugnante y odiosa lo pide a gritos. 

—Váyase a la recalcada y grandísima mierda —la asquerosa mujer abre los ojos con desmesura y yo me echo a andar con rapidez. 

No vaya a ser que saque un mega guantazo del súper brazo derecho y me deje morada la otra mejilla. 

Ya menos enojada, damos la vuelta dos pasillos después; en la sección chatarra y todo lo que tu metabolismo debería evitar después de los cuarenta. 

Acá está el paraíso terrenal de Madison, que como loca va agarrando snacks, golosinas, chocolates y latas de refresco. 

—¿Te vas a comer todo eso? —me asombro al ver cómo el carrito se llenó. 

—Nos vamos a comer todo eso, mami. 

Suelto una carcajada y nos dirigimos a la parte de carnicería. 

—¿Quieres cenar en el departamento o en casa del abuelo? 

Elijo un par de cortes magros, sin grasa y sin hueso y continúo en búsqueda del jamón. 

—Me encanta ir a lo de abuelo porque están todos allá, pero hoy estoy muy cansada —acentúa el arrastre de sus pies, para que me quede claro que está agotada—. Me gustaría comer estofado y mirar el Club Winx. 




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