Me mantengo en un estado de mutismo; estática. Estoy sumergida en una rigidez que no me deja hablar ni moverme.
Los miro a los dos y es tan fuerte lo que siento y lo que me pasa que no puedo reaccionar. No puedo intervenir.
—Está bien —Madison lo observa de refilón—. Creo que voy a creer lo que me dices —como si nada hubiera sucedido, o como si no percibiera la tensión y nerviosismo de los adultos, continúa devorándose lo que tiene servido en el plato.
—Eso... Eso es b-bueno —él levanta la mirada y busca en mí un comentario, o mi complicidad—. Es bueno, ¿no?
Está muerto del susto. Tiene las pupilas dilatadas y los ojos abiertos como los platos que están en la mesa. Respira con agitación y desde mi lugar veo cómo cierra sus manos en puños.
—S-sí —carraspeo y reacciono. Con firmeza ratifico mi afirmación—. Sí.
—Entonces, Mad... ¿Me das un abrazo?
La saliva se atora en mi garganta cuando nuestra hija termina su cena y se limpia como toda una marquesa, la boca con la servilleta.
—No, Jean. No te voy a abrazar —su respuesta no es dulce ni suave. Por el contrario suena demasiado decidida—. Todavía no siento ganas de darte un abrazo. Y tampoco siento ganas de decirte papá.
Después del entusiasmo y amor que le profesó durante la charla, esto para Nicolas es como un mazazo en la cabeza. Se le nota la decepción y la amargura en la cara.
Conociendo a mi hija, era una respuesta que me esperaba.
No es ni será una niña fácil de persuadir o convencer. Lo trae en la sangre, en su apellido y en sus genes.
No la va a conquistar en una cena.
—Terminé de comer —me mira y vuelve a ser la dulce y comestible pequeña que me enloquece—. ¿Puedo llevar el helado al sofá y ver otro poquito el Club Winx?
Pese a que desde bebita le inculqué modales básicos a la hora de compartir en familia, entiendo que este es un momento complejo para ella. Es el primer encuentro que tiene con su padre, desde el rol de padre y merece la oportunidad de levantarse si es que ya no se siente a gusto.
—Está bien —accedo—. Yo te sirvo el helado en un rato.
Me regala una sonrisa y también le sonríe a Nicolas, pero él no puede ocultar la amargura.
—Soy una bestia —se lamenta, cuando Madi se sienta en el sofá—. No puedo hacer que mi propia hija me abrace.
Me apena y me conmueve.
—Quizá lo que yo te diga no cambie tu sentir —concilio—, pero no te aflijas y tampoco desistas.
—No es fácil —baja la mirada—. Quiero abrazarla como tú lo haces. Quiero que me trate de la forma que te trata a ti.
—Claramente eso no va a pasar hoy —como un par de cucharadas de estofado y alejo el plato de mí.
—Tenía la esperanza de que al menos me besara la mejilla.
—Es una niña brillante —balanceo suavemente la cabeza y alzo una ceja—, pero lo que tiene de inteligente y astuta, lo tiene de cabezota y terca. Si quieres que vuelva a confiar en ti, de la manera que confiaba cuando te buscaba en el parque, deberás ser muy paciente y sobre todo, poco a poco tendrás que compartir tiempo a su lado —luce desanimado pero al menos comprende lo que trato de explicarle—. ¿No te gustó el estofado? —señalo su cuchara. Ni siquiera lo ha probado.
—No te ofendas pero... A duras penas puedo tragar la saliva.
Apilo los platos y retiro mi silla.
—No dejes de insistir. Siempre que tengas un rato libre, ven, y pásalo con ella.
Me ayuda recogiendo los vasos y llevándolos a la cocina.
—Si no te molesta... Los limpio.
—¡Claro que no! —frunciendo el entrecejo coloco las trastos sucios en la pileta y me alisto para lavarlos.
—Charlotte, cocinaste y encima tuve el descaro de no probar tu comida. Al menos deja que te ayude con algo.
Es verdad; no probó un maldito bocado.
—Bueno —le permito casi a regañadientes.
Se pone a lavar y yo a su lado a secar los cubiertos.
—¿Madison sabe... Acerca de la relación que tengo con mi padre?
Guardo un par de cuchillos en el cajón y me seco las manos con un fregón floreado.
—¿Sobre lo mal que te llevas con David o que? No estoy entendiendo la pregunta.
Su espalda se yergue—. Sí, exactamente eso.
—Cada vez que David le hablaba sobre ti, decía maravillas. Pero sí... Una vez —inhalo hondo. Nicolas se vuelve hacia mí—. Una vez pasó algo terrible en su casa. Madi era apenas una bebé, pero desde entonces nunca se dejó de hablar de lo ocurrido —apilo los platos y los guardo—. David atravesó años muy bravos. No pudo sobrellevar la muerte de Erick ni tu desaparición y vivió una larga etapa de depresión. Orianna lo obligó a que recibiera ayuda psiquiátrica y terapéutica para que al menos saliera de la cama y se bañara, pero no surtió el efecto que deseábamos. Tu padre, empeoró. Tanto así que una tarde, Ori se alistaba para volar a Nueva York, escuchó ruidos en la sala de estar y cuando fue a ver...
Hago una pausa.
Me da pena decirlo. Luego de aquello David estuvo casi un mes internado y yo no pude ir a visitarlo.
—Cuándo fue a ver... ¿Qué pasó? —la atención que me pone Nicolas es absoluta.
—Él había destrozado fotografías de todos ustedes. De sus hijos, de tu madre. Había roto adornos y botellas. Estaba muy borracho y no paraba de decir que quería morirse. Fue entonces que se escapó de la casa, tomó las llaves de uno de los automóviles y condujo ebrio hasta que se estrelló contra un poste.
—Que... ¿Qué es lo que me estás diciendo? —se oye consternado y sorprendido.
Ni se imagina el calvario que vivimos nosotros en aquellos años.
—Estuvo internado, se sometió a un cargo judicial y a una multa considerable. Le exigieron ir a rehabilitación y concurrir a terapia.
—Pero... ¿Qué tal está ahora? —vacila. No sabe qué decir—. Yo lo he visto notable.
Esbozo una sonrisa.