Sugar Baby Libro 2

CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

Me muerdo los labios.

No voy a caer otra vez.

Puedo ser cruel, injusta o hija de puta, pero no me va a ver la cara.

—Lo siento.

Hago fuerza para cerrar, él lo hace para entrar.

—Nicolas, largo.

—No seas mala conmigo —su fuerza gana a la mía y se mete al departamento, haciéndome retroceder.

—¿Mala? —ruedo los ojos—. ¡Por favor! ¡No te hagas la víctima!

—¿Víctima? ¡Víctima! ¿Acaso no me ves cómo estoy? —extiende los brazos hacia adelante—. Acabo de enterrar a mi mejor amigo, de visitar en la cárcel a quien me salvó el pellejo hace años, acabo de perder a una amiga que no deja de culparme por toda la mierda que se le vino encima.

Enmudezco.

Me paralizo.

—Te dejé después de pasar la noche contigo, sí. No te desperté, no te escribí, okey, actué por impulsos y lo siento. Si te hubieran llamado por teléfono, diciéndote que la casa de las personas que quieres está siendo incendiada tal vez habrías hecho lo mismo que yo. Habrías salido corriendo.

Se acerca a mí, se aleja, vuelve a acercarse. El olor a humo que desprende empieza a marearme.

—Te llamé infinidad de veces antes de tomar el avión, y cuando desembarqué.

—No lo hiciste —mascullo.

—¡Sí lo hice! —saca el celular del bolsillo y lo avienta al piso—. Si no hubieras actuado con inmadurez y no me hubieras bloqueado, al menos habría tenido la oportunidad de explicarte.

—¿Disculpa? —me defiendo—. Yo no te bloquee.

—¿Ah no? Puedes fijarte tranquilamente detective Charlotte. Si consigues restaurar la batería, fíjate los mensajes, fíjate todas las llamadas. ¡Fíjate!

—¡No grites! ¡Madison está durmiendo!

—Despiértala —ruge, fuera de sí—. ¡Despiértala y dile que su padre está aquí! —se pega en el pecho—. ¡Dile que no la voy a dejar en la puta vida! ¡Díselo! ¡Dile que nunca supiste lo que pasaba! ¡Que el número de mi hermana desapareció de mi celular de la noche a la mañana y tampoco pude comunicarme con ella! ¡Al menos déjame hablar con mi hija ya que tú no tienes ganas de creerme!

—Ya es suficiente. Te juro que si no bajas la voz, a quien voy a llamar será al conserje pero para que te saque de aquí.

—Quiero que lo intente —me desafía.

—Nicolas...

—Vengo de viajar en un puto remolque desde Nueva York. Remolques, camiones, automóviles. Hace tres días no duermo. No como. No pude subirme a un puto avión para llegar a Washington porque me prohibieron abordar las aerolíneas y nadie quiso decirme porqué.

Abro y cierro la boca. Abro, cierro, abro y cierro.

No puedo mediar palabra.

—¿No me crees? —se encabrona—. Me encantaría saber si Hayden te ama tanto como para joderme la vida así, quitándome a las personas que quiero. Alejándome de mi hija.

Intento acercarme, aunque sea unos pasos pero él es quien retrocede.

Habla, habla, habla y no logro entender.

—No pude dar contigo y piensas que te dejé, ¿no es así? Pues te equivocas —me apunta con el dedo. Su forma de respirar se acelera. Sus labios tiemblan—. Eres más bruja de lo que imaginaba. Y no en el buen sentido —hace una mueca de asco y tristeza que cala hondo en mí—. Te quedas ahí, con esa cara de indiferencia y frialdad. Eres tan orgullosa y soberbia que no eres capaz de ver que estoy hecho mierda, que ya no puedo más y que aún así vine aquí, buscándote.

—Nicolas. ¡Nicolas! —me apresuro a él. Como alma que lo lleva el diablo, va a la puerta. Piensa largarse—. ¡Ey, Nicolas! —llego a agarrarle la camisa.

Se vuelve hacia mí con brusquedad.

—No me dices nada. ¡Nada! ¡Estoy cansado de esto, joder!

Aprieto los labios. No sé pero quiero llorar.

No puedo mentirme de tan vil manera. Yo lo amo y verle así me parte el alma.
Lo amo como el primer día y de la forma más estúpida y masoquista. Lo amo tanto que, carajo, siempre estaré aceptándolo de vuelta.

—Ven aquí, Nico —tiro de su camisa, hasta que cede en su descontrol y se aproxima a mí—. Abrázame.

Duda. Me observa con sus preciosos ojos verdosos empañados. Queda a centímetros de mi cuerpo así que tomo la iniciativa, me pongo de puntillas y me aferro a su nuca.

Se inclina y esconde la cabeza en mi pecho.

Sus jadeos, la fuerza con que estruja la tela de mi vestido, sus lágrimas que mojan mi escote.

—Shhhhhh —con miedo al principio, y delicadeza luego, le acaricio el cabello—. Ya... Tranquilo.

Se rompe en llanto y angustia.

—No puedo... ¡No puedo...

Trago saliva, lo atraigo más a mí.

—Estás aquí —deslizo mis dedos desde su nuca hasta el comienzo de la frente—. Yo te voy a cuidar... Tranquilo.

—Me duele. Me duele mucho. No quiero que sigan muriéndose las personas que amo.

Lo abrazo con fuerza. Estoy segura que puede oír mi corazón.

Me cuesta asimilar a Jordan con todo lo que él me dijo. Me cuesta pero lo creo capaz.
A Jordan lo creo capaz de cualquier cosa. 

Le beso el pelo. Lo consuelo con el mismo amor que le doy a Madi cuando se cae, se raspa la rodilla y no para de llorar.

Sh, sh, sh, sh.

Es lo que le susurro para calmarlo.

Pasan unos minutos así, aferrado a mí, descargando toda esa tristeza e impotencia que ha de sentir.

—Oye —lo separo—. Ven a darte una ducha, te voy a preparar algo de comer.

Le limpio las lágrimas con el pulgar y le agarro la mano.
Está tan ausente, tan fuera de sí, de lo que es.

No es mi Nicolas. El idiota que me hace enojar, ni el sexy que moja mis bragas. Es algo fantasmal, realmente triste.

—Vamos a mi cuarto. Puedes bañarte allí.

—Tengo que... Tengo que...

—No —intervengo—. Esta vez hazme caso a mí.

No dice más. Como autómata me sigue. Se queda parado en medio del baño cuando pongo a llenar la tina.

Ni siquiera atina a desvestirse. Parece sumergido en otra dimensión.




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