Sugar Baby Libro 2

CAPÍTULO CINCUENTA

JORDAN

El timbre en la puerta de mi departamento empieza a sonar y debo cortar la llamada.

Camino hasta el estrecho pasillo que da al pequeño vestíbulo y me acerco a la puerta.

—¿Alguien... Está golpeando?

La voz de Natasha hace eco desde el dormitorio. Me vuelvo hacia ella y le dedico una de esas miradas que la ponen de cabeza gacha.

Últimamente no venimos llevándonos muy bien. Estuvo desafiándome mientras le quedó una pizca de coraje. Se ha puesto en mi contra defendiendo al malnacido de Henderson y yo... Entonces me descargo.

Me descargo de una forma violenta, sádica y placentera. Al fin y al cabo es su culpa.

Si sólo se dedicara a coger, que es para lo único que sirve, no tendría que llenar su lindo, pequeño y traicionero rostro de cardenales.

—Jordan... ¿Jordan, quién es?

Se esconde y apenas veo parte de su inmunda carita asomándose por el marco.

—No te importa —hago un ademán con la cabeza y en acto reflejo ella se encorva—. Enciérrate en el cuarto. Cuando te avise, sales.

Se queda quieta y eso me impacienta.
Después llora cuando la abofeteo o cuando mi cinturón da contra su piel pero es que si me desafía, reacciono. Si me busca, me encuentra, así de fácil.

Entre el timbre incesante y la sumisión de Natasha empiezo a inquietarme.

Quisiera derribar la puta puerta o apretarle la garganta a la pequeña bastarda hasta que su voz se apague de una jodida vez.

Quisiera estar al menos un día en paz. Sin que nadie me moleste.

Pongo el ojo en la mirilla y suspiro.

¿Esta vieja de mierda qué quiere ahora? Me llama, me escribe y no le respondo. ¿Es tan idiota como para no cazar las indirectas?

Giro el picaporte y abro con lentitud.

A esta también me encantaría retorcerle el cogote. Me gustaría ver su piel morada y sus ojos inyectados en sangre.
Me gustaría cortarle la respiración de a poco, mientras despaciosamente la presión de mis manos le van rompiendo los putos huesos.

Es tan desagradable su presencia y la de todo aquel que me rodea que a veces me deleito en imaginarlos un par de horas, sólo un par de horas a merced de mis más perturbadores pensamientos.

—¡Hijo al fin me das la cara!

Entra sin siquiera pedir permiso.

Su perfume en exceso, caro, de vieja me repugna cuando pasa por mi lado.
Los tacones suenan, y su cuerpo esquelético se tambalea mientras intenta caminar erguida.

—¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí? No me gustan las visitas inesperadas y menos a estas horas.

Dejo la puerta abierta y apoyo las manos en el filo de la madera.

La indicación es bastante obvia, incluso para una persona como ella, que tiene más botox mal hecho que neuronas.

Quiero que se largue.

—¡Estoy preocupada por ti! Hace días que estoy dando vueltas en esta ciudad inmunda, tratando de localizarte —me mira, dispuesta a reprenderme.

Lo que no entiende es que ya estoy grandecito para los sermones.

—Si no te atiendo, ni te respondo es porque no me interesa verte ni mantener contacto contigo.

Le señalo directo el pasillo que conduce al elevador.

No soporto tenerla cerca.

—Jordi, hijo, sólo quiero saber cómo estás.

Intenta aproximarse pero la freno con un gesto y una expresión amenazante.

Se me ponen los pelos de punta al sopesar lo que podría hacerle si se me acerca aunque sea un par de pasos.

Mi mente es indomable e incontrolable por más que me esfuerce en contenerla.

Si infringe dolor y daños, ella se satisface.
Si la ignoro, ella toma posesión de mi cuerpo y me convierte en un títere.

Mi gusto por herir ha tomado una dimensión que incluso a mí me perturba en algunos instantes.
Y el placer que me da tener una víctima delante en vez de un contricante, pone a mi lado más sádico y demente a trabajar a diez mil.

—Estoy perfectamente —respiro hondo. Tan hondo que mis costillas se ensanchan y mi remera se tensa.

—No se te nota —opina con desdén.

Aprieto la mandíbula. Mis dientes rechinan y el ruido ensordecedor y molesto me eriza.

—Viniste para saber cómo estoy, estoy bien así que largo. Tómate un puto avión y regresa a tu nido de oro en Manhattan.

Mi madre ladea la cabeza y pone cara de pena.

Es una mueca que me fastidia y me enerva.
Su lástima me evenena. Siempre me ha visto como un niñito retardado al que hay que cuidar para que su caótico mundo no arruine su entorno.

Mala madre, mala mujer, mala gente.
Una auténtica hija de puta que desprecio con toda y mi maliciosa alma.

Yo no le pedí ser esto.
Yo no elegí ser un monstruo anhelante de la destrucción.
Yo no decidí volverme sádico, sanguinario y completamente demente de la noche a la mañana.
A mí me envolvió, me seduce cada noche y día tras día.
La locura me abraza y con ella me siento vivo, me siento pleno, me siento feliz.

Lydia Colton, la que tanta preocupación y tristeza profesa ahora siempre intentó ocultar lo que desde niño venía pasándome. Siempre me escondió, siempre me vio con asco, con hastío y arrepentimiento.

Arrepentimiento de haber traído al mundo a semejante engendro monstruoso.

Su repelente cara, con mal relleno de colágeno, exceso de pintura y arrugas mal tapadas por el maquillaje no me genera más que un profundo odio.
Me dan ganas de matarla. De cortarla en pedacitos y mandarla por encomienda al cabrón de mierda de mi padre.

Estoy a gusto con mi corazón podrido, mi alma seca y mi cerebro malintencionado.
Ya no los necesito.
Jamás los necesité.

—Cariño...

—No me llames así.

—Jordi, sé que estás dolido.

¿Dolido? ¿Yo? No me conoce.

—Fuera —mascullo.

—Estás aquí, encerrado... Luces descuidado en todos los aspectos.

—Pronto mi pesadilla se va a terminar y voy a recuperar mi vida, eso te lo aseguro. No te lo vuelvo a repetir: lárgate de mi casa.




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