—Sigo sin entenderlas —replico alejándome lo más que puedo de ellas—. ¿Cómo que nadie entra allí sin permiso? ¡Están torturando a una persona ahí dentro y ¿nadie puede meterse sin el consentimiento del director?!
Ambas, Shonda y Rita me miran aterrorizadas.
No por la situación, sino por el temor de que yo las meta en problemas.
—No puedes entrar y punto. ¡Bah, qué tanta explicación contigo!
El manotazo de ahogado de Shonda me irrita.
Le resta interés al hecho de que una persona está gritando como si le desgarraran las entrañas.
—Mira Tania —interviene Rita, tratando de aplacar mi enojo y desconfianza—. El sujeto del pabellón es familiar del director. Él decide por su pariente. Él responde por su pariente. Él determina quién entra y quién sale de ese sector privado del hospital.
Alzo una ceja.
—¿Conoces "al sujeto"? ¿Lo has visto? ¿Has tenido la oportunidad de interactuar con él? —me acerco a ella y la miro con fiereza—. ¿Acaso no escuchas sus gritos?
—No lo conozco. Ni sé quien es porque nunca me acreditaron pasar al pabellón —me responde con temor—. Pero si está recibiendo una terapia de mierda es porque la pidió. Ninguno de los que trabajamos en el psiquiátrico hacemos algo en contra de la voluntad del paciente o de sus familias.
Me yergo y respiro profundo.
Estoy empezando a poner en duda lo que estoy viendo que ocurre acá adentro.
Y estoy empezando a convencerme de que detrás de esas puertas de vidrio ahumado se encuentra lo que he venido a buscar.
—Mira Smith —Shonda me ojea con desagrado y le contesto con reciprocidad. Ella me está cayendo de la patada—. No quieras revolver la mierda con tus deditos porque te vas a ensuciar.
Arqueo la ceja un poco más.
¿Esta descarada está teniendo el tupé de amenazarme?
—A ver, intrúyeme—la desafío—. ¿Qué tengo que hacer y qué no?
—Te vuelves ciega, sorda y muda —susurra—. Si quieres mantener tu empleo sólo haces lo que el que más antigüedad tiene, te dice.
—Ignorar que a las personas se las trata como el culo —espeto, aguantándome las ganas de darle una cachetada.
—Exacto enfermera de la moral y sensibilidad —me mira de arriba hacia abajo con cierto desdén—. Si vienes en papel de santísima te van a echar mañana mismo. Así que si tienes bocas que alimentar, sólo ignoras lo que pasa, les das la medicación que tienes al alcance cada que los destornillados se ponen irritables y sigues con tu vida. NO TE METAS EN DONDE NO TE LLAMAN —enfatiza.
—Lo que Shonda intenta decir es que...
—Lo entendí —corto a Rita—. Gracias.
—No empecemos con el pie izquierdo —intenta conciliar—. Todas necesitamos el empleo. Hacemos lo que nos mandan para poder conservarlos.
Hacer lo que les mandan no es hacer lo correcto y no puedo concentrarme en fingir frivolidad. No puedo cuando una voz distorsionada pide por favor que paren con la electricidad.
—Tienes la cafetería siguiendo por el pasillo y la sala de descanso —prosigue Rita, ignorando mi rabia creciente—. Bébete un buen capuccino, léete un libro, o no lo sé... Busca una serie en el plasma de la sala, sólo no intentes ponerte de enfermera estrella porque nos vas a meter a todos en un buen y gordo lío.
Se da la vuelta y camina, al parecer a la cafetería porque se marcha derecho por el corredor dónde me sugirió ir.
Shonda hace lo mismo, sólo que cada tanto voltea la cabeza para darme una mirada desconfiada.
Después de un largo recorrido ambas desaparecen de mi vista.
Inspiro hondo y lo que hago es mirar a mi alrededor.
Por el ascensor no sube más nadie y tampoco noto el traslado continuo de enfermeros ni doctores.
El corredor es larguísimo. Lo camino de un extremo a otro varias veces, analizando con atención cada puerta numerada que adorna las blancas y pulcras paredes.
La numeración va desde el cien hasta el doscientos. Eso significa que más allá del pasillo hay más cuartos. Cuartos donde seguramente hay pacientes.
Un cosquilleo recorre mi espalda y los nervios comienzan a hacer de las suyas conmigo.
No puedo quedarme quieta entonces me dedico a caminar sin descanso.
Cada tanto freno delante de alguna de las puertas y me paro en puntas de pie.
Hay unos pequeños rectángulos con forma de ventana, enmarcados en rejillas. Desde ahí y con esfuerzo puedo curiosear a los pacientes.
Se me encoge el corazón sólo de ver las piernas de todos ellos cubiertas por sábanas blancas.
Lo primero que pienso es en la cantidad de sedantes que habrán de administrarles para dejarlos en ese estado casi momificado.
Y lo segundo es... El frío.
La temperatura es considerablemente baja en relación a lo que en apariencias usan ellos como abrigo de cama.
Definitivamente...
Esto no era lo que me imaginaba.
Y me siento una idiota pero desde mi ingenuidad creí que serían tratados de otra manera.
Creí que intentarían cuidarlos, quererlos, apoyarlos y ayudarles a llevar su realidad paralela de la mejor forma posible.
Pensé que existía gente en el mundo que amaba su profesión con la misma intensidad que yo amo la mía... Pero me equivoqué.
Frotándome los párpados me alejo de la puerta 110.
Voy hasta un mueble y una mesada larga, rectangular de metal.
Todo lo observo con atención porque lo primero que voy a hacer cuando mi turno del día se termine es comunicarle a Ciro lo que está ocurriendo y que debe ser atendido.
Si Harper va a salir de aquí un día para atestiguar contra Jordan y la gente que los Hayden coludieron, las personas que quizá pasan por lo mismo no deben ser olvidadas.
Alguien tiene que hacer algo por ellos. Alguien tiene que demostrarles que no fueron olvidados ni dejados a merced de personas tiranas o insensibles.
Sé que estoy cometiendo una completa locura, que arriesgo mi vida y la integridad de mi familia al haberme metido en este lugar, sin embargo no puedo no involucrarme.
Yo estuve a punto de perder la cordura. Estuve a punto de caer por el precipicio.
Estuve cerca de dejarme llevar por el divague y conseguir la ayuda necesaria impidió que mi mente cruzara la línea.
Todos y cada uno de nosotros somos merecedores de ayuda, no de un trato indigno y repelente.