Entro a la casa por la puerta de atrás. Por dónde entran los jardineros, los empleados y la gente que viene a hacer el aseo general cada fin de semana.
Lo hago y a cada paso que doy voy quitándome la ropa. Estoy sumergida en un estado de psicosis, inconsciente y desesperadamente voy dejando regado por el piso los zapatos, la camisa, la peluca.
Tengo el pecho comprimido y la cabeza me duele. Siento que cada que trago saliva la angustia aumenta.
Traigo reprimidas las ganas de llorar desconsoladamente y necesito hoy más que nunca un buen abrazo.
Llego a la sala y lo primero que observo es su espalda.
Nicolas está sentado en una silla, frente a la ventana y mira hacia afuera con la gruesa tela beige ocultándolo del exterior.
—Nick —mi voz sale en un hilo y mis ojos se llenan de lágrimas.
Él se sobresalta y no demora ni cinco segundos en ponerse de pie y avanza rápidamente hacia mí.
—Bruja, gracias a Dios volviste —me aprieta contra su pecho y me besa la coronilla del pelo. Varias de las horquillas que sostenían la peluca se caen de mi cabeza y los mechones dorados comienzan a cubrir mi frente.
—No me sueltes —le pido—. Abrázame fuerte.
Su calor, su cercanía, su voz, su cuerpo es todo lo bueno del mundo. Es todo lo que me hace bien y es todo lo que necesitaba.
—Ya estás en casa, nena —sus besos recorren mi frente, mientras sus manos acarician con ternura mi espalda.
—Estoy... Fatal —me cuesta hablar.
Como si tuviera una piedra atorada en la garganta. Una piedra que me raspa en cada instante que intento decir una palabra.
—Tranquila —susurra en un tono casi sublime.
—No te imaginas las aberraciones que vi —se me escapan las lágrimas y mojo su polera y sus mejillas cuando roza sus labios con los míos.
Sin embargo no me privo de llorar. Me urge desahogarme de alguna forma o voy a reventar como una bomba.
Necesito sacar la asfixiante angustia que cargo desde que oí a Harper gritar y a Lindsay hablar. Desde que vi a Gabriel atacar a una de las enfermeras y desde que tuve el desagrado de toparme de frente y sólo por unos segundos con el doctor que supervisa la tortuosa internación de Harper Clydes.
—Bruja, no vas a volver —acaricia mi cabello y me separa de su cuerpo—. ¿Lo entiendes? No vas a volver —sus ojos me fulminan—. No quiero pasar otra noche como esta, pensando en lo que te ocurre ahí dentro.
—Quiero hacerte caso. De verdad—sobo por la nariz y me limpio las incesantes lágrimas—. Me encantaría no poner un pie en ese sitio nunca más pero ya estoy metida en esto, no puedo separarme de esa realidad porque sería tan cruel como los que cometen atrocidades allí.
—Charlotte —su tono se endurece.
—Allí los violan. ¿Sabes? —mi visión se nubla y no consigo verlo con claridad.
Es tanto el pesar y la impotencia que nadie lo entendería. Sólo el que lo ve comprende.
—Bruja...
—Los violan, los maltratan, los dopan...
Toma mi mano y me lleva al sillón. La casa está en completo silencio, y puedo escuchar el ruido que hacen mis pies al impactar contra el suelo.
Nos sentamos muy cerca uno del otro. Él no habla pero sus facciones se expresan por sí solas. Siente desagrado, rabia, asco, ira.
—Conocí a una muchachita, su hermano la internó no recuerda hace cuánto tiempo. No la asean, no la alimentan, la amarran, abusan de ella. Encontré a Harper, sé en donde está pero no puedo verla ni acercarme a ella.
Sus orbes verdosas brillan como un campo bajo plena tormenta eléctrica.
Está enojado, repugnado.
Las venas en su frente se acentúan cada vez más y es porque está conteniéndose de maldecir.
—¿Le hicieron daño? —masculla entre dientes.
Aprieto los labios y esquivo su mirada.
—No sé qué mierda le hacen porque la tienen encerrada en un sector especial. La escuché gritar apenas llegué al ala psiquiátrica y las enfermeras me dijeron que al paciente en cuestión le dan electrochoques para borrarle la memoria.
Me balanceo suavemente y Nico me contiene. Se aproxima más a mí y me rodea con sus brazos para que detenga el movimiento que me embarga por inercia.
—Aquí estoy... Tranquila.
—¡Es que no puede ser posible! —me descargo—. No puedo entender cómo existe tal escoria que se aprovecha del poder de semejante manera. No entiendo. Me cuesta, Nico, me cuesta y me duele —me froto las sienes—. Yo sé que soy boba e ingenua en muchas cosas pero lo que hacen ahí es un crimen en su mayor expresión, es un crimen impune. Todos están impunes. ¡Y no es justo! —me arde la nariz y respiro con dificultad—. Hay muchachos de la edad de Chris o de Alex, personas mayores, internos realmente enfermos que necesitan justicia. Que merecen ser tratados con dignidad y respeto.
Me aferro a Nicolas. Lo abrazo con el temor de que me suelte en cualquier instante. Toco su espalda, su nuca y sus brazos y me aseguro de que es él, que después de horas eternas regresé a casa y es mi hombre el que me abraza, me besa y me susurra que todo va a estar bien.
—¿Mamá? —su dulce y angelada voz hace que me aleje y voltee la cabeza hacia el amplio umbral de la sala—. Mamita... No viniste a dormir —de pie bajo el marco, Madi se frota los párpados—. ¿Porqué estás llorando?
Con su tierno pijama de felpa, su muñeca incondicional y sus rulos enmarañados, mi hija se nos acerca.
—Hola mi chiquitina —voy hacia ella con la velocidad de una madre desesperada por un beso de buenos días.
Me arrodillo delante de su rostro somnoliento y la abrazo.
Sé que no le gusta que la apretujee cuando recién se despierta pero poco me importa eso ahora. Es tal mi necesidad de besarla y abrazarla que sus regaños los aceptaré con gusto después.
—Te amo mi vida. Te amo con todo mi corazón y nunca pero nunca te voy a abandonar.
Aspiro su aroma a niña mezclado con colonia Disney. Incluso la fragancia del champú Jhonsson se impregna en mi nariz asediada por el llanto.